martes, 21 de febrero de 2012

LES Cuento Nuevo concurso Muchas Oportunidades y La posibilidad de Ganarse Estos DOS tomos de libros...
El concurso es del blog http://notiynovelibros.blogspot.com esta es la presentacion de tal concurso

Concurso comenzando otra vez




Comenzando otra vez con el blog quise abrir en grande, así que aquí les va el concurso.
·El premio son dos libros de grandes autoras: Amante Confeso de J. R. ward y Bailando con el Diablo de Sherrilyn Kenyon.




· El Concurso es INTERNACIONAL, así que cualquiera puede participar. Lo único que es obligatorio es que deben ser seguidores del blog
· Se dará a conocer el ganador el 20 de Marzo mediante la pagina random.org
Para concursar deben enviar un mail a Notiynovelibros@hotmail.com en el que incluyan su nombre, su país, su e-mail, su blog y el link que compruebe que son seguidores del blog. Por esto tendrán un numero, si quieres acceder a mas números pueden incluir:

+2 por poner el banner del concurso en tu blog hasta la fecha de finalización.
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+5 Por publicar una entrada nueva del concurso en tu blog.
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Toda esta información debe estar respaldada con el Link incluido en el e-mail, luego de esto les respondere indicándoles que números le toco a cada persona.

Suerte a todos!

Espero que participen =D

Amante Oscuro - Capitulo 5 - Capitulo 6


Así es como yo imagino a Wrath el modelo es Derek Jupiter es el tipo perfecto con esa melena y todo, quede re O.o cuando lo vi en la tele dije no!!!! ese es Wrath!!! en casa me miraron con una cara diciendo (Que le pasa a esta) estalle y busque fotos del tipo espero que les guste mi modelo y poco a poco voy a ir subiendo fotos de como me imagino a cada "Protagonista de la historia.




Capítulo 5
Beth se había puesto su atuendo nocturno, consistente en unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, y estaba abriendo el futón cuando Boo empezó a maullar en la puer¬ta corredera de cristal. El gato daba vueltas en un estrecho círcu¬lo, con los ojos fijos en algo que había en el exterior.
-¿Quieres pelear otra vez con el minino de la señora Gio? Ya lo hemos hecho una vez y el resultado no fue muy bueno, ¿re¬cuerdas?
Unos golpes en la puerta principal le hicieron girar la ca¬beza con un sobresalto.
Se dirigió allí y acercó un ojo a la mirilla. Cuando vio quién estaba al otro lado, se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la madera.
Los golpes volvieron a oírse.
-Sé que estás ahí -dijo el Duro-. Y no pienso mar¬charme.
Beth descorrió el cerrojo N, abrió la puerta de golpe. An¬tes de que pudiera decirle que se fuera al diablo, pasó a su lado y entró.
Boo arqueó el lomo y siseó.
-Yo también estoy encantado de conocerte, pantera ne¬gra. -El vozarrón atronador de Butch parecía totalmente fuera de lugar en su apartamento.
-¿Cómo has entrado en el edificio? -preguntó ella mien¬tras cerraba la puerta.
-Forcé la cerradura.
-¿Hay alguna razón en particular para que hayas decidi¬do irrumpir en este edificio, detective?
Él se encogió de hombros y se sentó en un andrajoso sillón. -Pensé que podía visitara una amiga.
-¿Entonces por qué me molestas a mí?
-Tienes un bonito apartamento -dijo él, mirando sus cosas.
-Vaya mentiroso.
-Oye, por lo menos está limpio. Que es más de lo que puedo decir de mi propio cuchitril. -Sus oscuros ojos castaños la miraron directamente a la cara-. Ahora, hablemos de lo que sucedió cuando saliste del trabajo esta noche, ¿quieres?
Ella cruzó los brazos sobre el pecho. Él se rió entre dientes.
-Dios, ¿qué tiene José que no tenga yo? -¿Quieres lápiz y papel? La lista es larga.
-Auch. Eres fría, ¿lo sabías? -Su tono era divertido--. Dime, ¿sólo te gustan los que no están disponibles? -Escucha, estoy agotada...
-Sí, saliste tarde del trabajo. A las nueve y cuarenta y cinco, más o menos. Hablé con tu jefe. Dick me dijo que toda¬vía estabas en tu mesa cuando él se marchó a Charlie's. Viniste a tu casa caminando, ¿no? Por la calle Trade seguramente, pre¬sumo, como haces todas las noches. Y durante un buen rato, ibas sola.
Beth tragó saliva cuando un leve ruido hizo que desviara la mirada hacia la puerta corredera de cristal. Boo había empeza¬do de nuevo a ir de un lado a otro y a maullar, escudriñando al¬go en la oscuridad.
-Ahora, ¿me contarás qué ocurrió cuando llegaste al cru¬ce de Trade y la Diez? -Su mirada se suavizó.
-¿Cómo sabes...?
-Dime lo que pasó, y te prometo que me cercioraré de que ese hijo de perra tenga lo que se merece.
Wrath permaneció inmóvil, sumergido en las sombras de la se¬rena noche, mirando fijamente la silueta de la hija de Darius. Era alta para una hembra humana, y su cabello era negro, pero eso era todo lo que podía percibir con sus pobres ojos. Respiró el ai¬re de la noche, pero no pudo captar su olor. Sus puertas y ven¬tanas estaban cerradas, y el viento que soplaba del oeste traía el olor afrutado de la basura putrefacta.
Pero podía escuchar el murmullo de su voz a través de la puerta cerrada. Estaba hablando con alguien. Un hombre en quien ella, aparentemente, no confiaba, o no le agradaba, porque sólo pronunciaba monosílabos.
-Procuraré que esto te resulte lo más fácil posible -de¬cía el hombre.
Wrath vio cómo la muchacha se acercaba y miraba hacia fuera a través de la puerta de cristal. Sus ojos estaban fijos en él, pero sabía que no podía verlo. La oscuridad lo envolvía por com¬pleto.
Beth abrió la puerta y asomó la cabeza, impidiendo con el pie que el gato saliera al exterior.
Wrath sintió que su respiración se hacía más lenta al per¬cibir el aroma de la mujer. Olía verdaderamente bien. Corno una flor exquisita. Quizás corno esas rosas que florecen por la noche. Introdujo más aire en sus pulmones y cerró los ojos al tiempo que su cuerpo reaccionaba y su sangre se agitaba. Darius estaba en lo cierto; se acercaba a su transición. Podía olfatearlo en ella. Mestiza o no, iba a producirse su transformación.
Beth deslizó la puerta mientras se giraba hacia el Hom¬bre. Su voz era mucho más clara con la puerta abierta, y a Wrath le gustó su ronco sonido.
-Se me acercaron desde el otro lado de la calle. Eran dos. El más alto me arrastró hacia el callejón y... -El vampiro prestó atención de inmediato-. Traté de defenderme con todas mis fuerzas, pero él era más corpulento que yo, y además su amigo me sujetó los brazos. -Empezó a sollozar-. Me dijo que me cor¬taría la lengua si gritaba. Pensé que iba a matarme, en serio. Lue¬go me rasgó la blusa y tiró del sujetador hacia arriba. Estuve muy cerca de que me... Pero conseguí liberarme y corrí. Tenía los ojos azules, cabello castaño y un pendiente en la oreja izquierda. Lle-vaba un polo azul oscuro y pantalones cortos de color caqui. No pude ver bien sus zapatos. Su amigo era rubio, cabello corto, sin pendientes, vestido con una camiseta blanca con el nombre de esa banda local, los Comedores de Tomates.
El hombre se levantó y se le acercó. La rodeó con un bra¬zo, tratando de atraerla contra su pecho, pero ella retrocedió apartándose de él.
-¿De verdad piensas que podrás atraparlo? -preguntó. El hombre asintió.
-Sí, por supuesto que sí.
Butch salió del apartamento de Beth Randall de mal humor. Ver a una mujer que había sido golpeada en la cara no era una parte de su trabajo que le gustara. Y en el caso de Beth lo encontra¬ba particularmente perturbador, porque la conocía desde hacía bas¬tante tiempo y se sentía algo atraído por ella. El hecho de que fuera una mujer extraordinariamente hermosa no hacía las cosas más fá¬ciles. Pero el labio inflamado y los cardenales alrededor de la gar¬ganta eran daños evidentes frente a la perfección de sus facciones. Beth Randall era absolutamente preciosa. Tenía el negro cabello largo y abundante, unos ojos azules con un brillo impo¬sible, una piel color crema y una boca hecha exactamente para el beso de un hombre. Y vaya cuerpo: piernas largas, cintura es¬trecha y senos perfectamente proporcionados.
Todos los hombres de 1a comisaría estaban enamorados de ella, y Butch tuvo que reconocer que tenía un enorme mérito: nunca usaba su atractivo para obtener información confidencial de los muchachos. Lo manejaba todo a un nivel muy profesional. Nunca había tenido una cita con ninguno de ellos, aunque la ma¬yoría habría renunciado a su testículo izquierdo por sólo cogerla de la mano.
De una cosa sí estaba seguro: su atacante había cometido un tremendo error al elegirla. Toda la fuerza policial saldría en persecución de aquel imbécil en cuanto averiguaran su identidad. Y Butch tenía una boca muy grande.
Subió a su coche y condujo hasta las instalaciones del Hos¬pital Saint Francis, al otro lado de la ciudad. Aparcó sobre el bor¬dillo de la acera frente a la sala de urgencias y entró.
El guardia de la puerta giratoria le sonrió.
-¿Se dirige al depósito, detective? -No. Vengo a visitar a un amigo. El hombre asintió y se apartó.
Butch atravesó la sala de espera de urgencias con sus plantas de plástico, revistas con las páginas arrancadas y personas con ca¬ra de preocupación. Empujó unas puertas dobles y se dirigió al estéril y blanco entorno clínico. Saludó con una ligera inclinación de cabe¬za a las enfermeras y médicos que conocía y se acercó al control. -Hola, Doug, ¿recuerdas al tipo que trajimos con la nariz rota?
El empleado levantó la vista de un gráfico que estaba mi¬rando.
-Sí, están a punto de darle el alta. Se encuentra atrás, ha¬bitación veintiocho. -El internista soltó una risita-. Lo de la nariz era el menor de sus problemas. No cantará notas bajas du¬rante algún tiempo.
-Gracias, amigo. A propósito, ¿cómo va tu esposa? -Bien. Dará a luz en una semana.
-Avísame cuando nazca el niño.
Butch se dirigió a la parte de atrás. Antes de entrar en la habitación veintiocho, revisó el pasillo con la mirada en ambas direcciones. Todo tranquilo. No había personal médico a la vis¬ta, ni visitantes, ni pacientes.
Abrió la puerta y asomó la cabeza.
Billy Riddle levantó la mirada desde la cama. Un vendaje blanco le subía por la nariz, como si estuviera evitando que se le saliera el cerebro.
-¿Qué pasa, oficial? ¿Ya ha encontrado al individuo que me golpeó? Van a darme de alta y me sentiría mejor sabiendo que lo tiene bajo custodia.
Butch cerró la puerta y corrió el cerrojo silenciosamente. Sonrió mientras cruzaba la habitación fijándose en el pen¬diente de diamantes cuadrado que el sujeto lucía en el lóbulo izquierdo.
-¿Cómo va esa nariz, Billy?
-Bien. Pero la enfermera se ha portado como una bruja... Butch cogió su polo y lo arrojó a sus pies. Luego lanzó al atacante de Beth contra la pared, con tanta fuerza que la ma¬quinaria ubicada detrás de la cama se bamboleó.
Butch acercó tanto su cara a la del joven que podían ha¬berse besado.
-¿Te divertiste anoche?
Los grandes ojos azules se encontraron con los suyos. -¿De qué está hablan...?
Butch lo estrelló de nuevo contra la pared.
-Alguien te ha identificado. La mujer a la que trataste de violar.
-¡No fui yo!
-Claro que fuiste tú. Y si tengo en cuenta tu pequeña amenaza sobre su lengua con tu cuchillo, podría ser suficiente para enviarte a Dannemora. ¿Alguna vez has tenido novio, Billy? Apuesto a que serás muy popular. Un bonito chico blanco co¬mo tú.
El sujeto se puso tan pálido como las paredes. -¡No la toqué!
-Te diré una cosa, Billy. Si eres sincero contraigo y me dices dónde está tu amigo, es posible que salgas caminando de aquí. De lo contrario, te llevaré a la comisaría en una camilla.
Billy pareció considerar el trato unos instantes, y luego las palabras salieron de su boca con extraordinaria rapidez: -¡Ella lo deseaba! Me rogó...
Butch levantó la rodilla y la presionó contra la entrepier¬na de Billy. Un chillido salió de su garganta.
-¿Por eso tendrás que orinar sentado toda esta semana? Cuando el matón empezó a farfullar, Butch lo soltó y ob¬servó cómo se deslizaba lentamente hasta el suelo. Al ver relucir las esposas, su gimoteo cobró intensidad.
Butch le dio vuelta bruscamente y sin mayores considera¬ciones le colocó las esposas.
-Estás arrestado. Cualquier cosa que digas puede, y se¬rá, usada en tu contra en un tribunal. Tienes derecho a un abo¬gado...
-¿Sabe quién es mi padre? -gritó Billy como si hubiera conseguido tomar aire durante un segundo-. ¡Él hará que le des¬pidan!
-Si no puedes pagarlo, se te proporcionará uno. ¿En¬tiendes estos derechos que te he indicado?
-¡A la mierda!
Billy gimió y asintió con la cabeza, dejando una mancha de sangre fresca sobre el suelo.
-Bien. Ahora vamos a arreglar el papeleo. Detestaría no seguir el procedimiento apropiado.

Capítulo 6
Boo! ¿Puedes dejar de hacer eso? -Beth le dio un golpe a la almohada y giró sobre sí misma para poder ver al gato.
El animal la miró y maulló. Con el resplandor de la luz de la cocina, que había dejado encendida, lo vio dando zarpazos en dirección a la puerta de cristal.
-Ni lo sueñes, Boo. Eres un gato doméstico. Confía en mí, el aire libre no es tan bueno como parece.
Cerró los ojos, y cuando ovó el siguiente maullido lasti¬mero, soltó una maldición y arrojó las sábanas a un lado. Se di¬rigió hasta la puerta y escudriñó el exterior.
Fue entonces cuando vio al hombre. Estaba de pie junto al muro trasero del patio, una silueta oscura mucho más grande que las otras sombras, ya familiares, que proyectaban los cubos de ba¬sura y la mesa de picnic cubierta de musgo.
Con manos temblorosas revisó el cerrojo de la puerta y luego pasó a las ventanas. Ambas estaban aseguradas también. Bajó las persianas, cogió el teléfono inalámbrico y regresó al lado de Boo.
El hombre se había movido. ! Mierda!
Venía hacia ella. Revisó de nuevo el cerrojo y, retrocedió, tropezando con el borde del futón. Al caer, el teléfono se soltó de su mano, saltando lejos. Se golpeó fuertemente contra el col¬chón, lo que hizo que su cabeza rebotara debido al impacto. Increíblemente, la puerta corredera se abrió como si nun¬ca hubiera tenido el cerrojo puesto, como si ella nunca hubiera cerrado el pasador.
Aún yaciendo sobre su espalda, agitó las piernas violenta¬mente, enredando las sábanas al tratar de empujar su cuerpo pa¬ra alejarse de él. Era enorme, sus hombros anchos como vigas, sus piernas tan gruesas como el torso de la muchacha. No podía ver su cara, pero el peligro que emanaba de él era como una pis¬tola apuntando hacia su pecho.
Rodó al suelo entre gemidos y gateó para alejarse, arañán¬dose las rodillas y las manos contra el duro suelo de madera. Las pisadas del hombre detrás de ella resonaban como truenos, cada vez más cerca. Encogida como un animal, cegada por el miedo, chocó contra la mesa del pasillo y no sintió dolor alguno.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mien¬tras imploraba piedad, tratando de llegar a la puerta principal... Beth despertó. Tenía la boca abierta y un alarido terrible rompía el silencio del amanecer.
Era ella. Estaba gritando con toda la tuerza de sus pulmones. Cerró firmemente los labios, y de inmediato los oídos de¬jaron de dolerle. Saltó de la cama, fue hasta la puerta del patio y, saludó los primeros rayos del sol con un alivio tan dulce que casi se marea. Mientras los latidos de su corazón disminuían, res¬piró profundamente y revisó la puerta.
El cerrojo estaba en su lugar. El patio vacío. Todo estaba en orden.
Se rió por lo bajo. No era extraño que tuviera pesadillas después de lo que había sucedido la noche anterior. Seguramen¬te iba a sentir escalofríos durante algún tiempo.
Se dio la vuelta y se dirigió a la ducha. Estaba agotada, pe¬ro no quería quedarse sola en su apartamento. Anhelaba el bullicio del periódico, quería estar junto a todos sus compañeros, telé¬fonos y papeles. Allí se sentiría más segura.
Estaba a punto de entrar en el baño cuando sintió una pun¬zada de dolor en el pie. Levantó la pierna y extrajo un pedazo de cerámica de la áspera piel del talón. Al inclinarse, encontró el jarrón que tenía sobre la mesa hecho añicos en el suelo.
Frunciendo el ceño, recogió los trozos.
Lo más probable era que lo hubiera tirado cuando entró la primera vez, después de haber sido atacada.
Cuando Wrath descendió a las profundidades de la tierra bajo la mansión de Darius, se sentía agotado. Cerró la puerta con lla¬ve tras él, se desarmó, y sacó un ajado baúl del armario. Abrió la tapa, gruñendo mientras levantaba una losa de mármol negro. Medía casi un metro cuadrado y tenía diez centímetros de gro¬sor. La colocó en medio de la habitación, volvió al baúl y reco¬gió una bolsa de terciopelo, que arrojó sobre la cama.
Se desnudó, se duchó y se afeitó y luego volvió desnudo a la habitación. Cogió la bolsa, desató la cinta de satén que la ce¬rraba, y sacó unos diamantes sin tallar, del tamaño de guijarros, sobre la losa. La bolsa vacía resbaló de su mano al suelo.
Inclinó la cabeza y pronunció las palabras en su lengua materna, haciendo subir y bajar las sílabas con la respiración, rin¬diendo tributo a sus muertos. Cuando terminó de hablar, se arrodilló sobre la losa, sintiendo las piedras cortándole la carne. Des¬plazó el peso de su cuerpo a los talones, colocó las palmas de las manos sobre los muslos y cerró los ojos.
El ritual de muerte requería que pasara el día sin moverse, soportando el dolor, sangrando en memoria de su amigo. Mentalmente, vio a la hija de Darius.
No debía haber entrado en su casa de esa forma. Le ha¬bía dado un susto de muerte, cuando lo único que quería era pre¬sentarse y explicarle por qué iba a necesitarlo pronto. También había planeado decirle que iba a perseguir a ese macho humano que se había propasado con ella.
Sí, había manejado la situación maravillosamente. Con la delicadeza de un elefante en una cacharrería.
En el instante en que entró, ella enloqueció de terror. Ha¬bía tenido que despojarla de sus recuerdos y sumergirla en un li¬gero trance para calmarla. Cuando la hubo depositado sobre la cama, su intención había sido marcharse de inmediato, pero no pudo hacerlo. Permaneció cerca de ella, evaluando el difuso con¬traste entre su cabello negro y la blanca funda de la almohada, in¬halando su aroma.
Sintiendo un cosquilleo sexual en las entrañas.
Antes de irse, se había cerciorado de que las puertas y ven¬tanas quedaran aseguradas. Y luego se había vuelto a mirarla una vez más, pensando en su padre.
Wrath se concentró en el dolor que va se estaba adueñan¬do de sus muslos.
Mientras su sangre teñía de rojo el mármol, vio el rostro de su guerrero muerto y sintió el vínculo que habían comparti¬do en vida.
Tenía que hacer honor a la última voluntad de su herma¬no. Era lo menos que le debía a aquel macho por todos los años que habían servido juntos a la raza.
Mestiza o no, la hija de Darius nunca más volvería a ca¬minar por la noche desprotegida. Y no pasaría sola por su tran¬sición.
Que Dios la ayudara.
Butch terminó de fichar a Billy Riddle alrededor de las seis de la mañana. El individuo se había mostrado muy ofendido porque lo había puesto en la celda con traficantes de drogas y, delincuentes, así que Butch puso mucho cuidado en cometer tantos errores tipográficos como le fue posible en sus informes. Y para su sor¬presa, la central de procesamiento de datos se confundía conti¬nuamente sobre la clase de formularios que debían ser cubiertos con exactitud.
Y después, todas las impresoras se estropearon. Las veintitrés que había.
A pesar de todo, Riddle no pasaría mucho tiempo en la comisaría. Su padre era en verdad un hombre poderoso, un se¬nador. Así que un elegante abogado le sacaría de allí en un abrir y cerrar de ojos. No creía que pudiera retenerle más de una hora. Porque así actuaba el sistema judicial para algunos. El di¬nero manda, permitiendo a los canallas salir en libertad.
A Butch no le quedó más remedio que reconocer con amar¬gura que ésa era la realidad.
Al salir al vestíbulo, se encontró con una de las habituales visitantes nocturnas de la comisaría. Cherry Pie acababa de ser liberada de los calabozos femeninos. Su verdadero nombre era Mary Mulcahy, y por lo que Butch había oído, trabajaba en las calles desde hacía dos años.
-Hola, detective-ronroneó. La barra de labios roja se había concentrado en las comisuras de su boca, y el rimel negro formaba un manchón alrededor de sus ojos. Seguramente su aspecto mejoraría y sería bonita, pensó él, si dejaba la pipa de crack y dormía durante todo un mes-. ¿Se va a su casa solo? -Como siempre. -Sostuvo la puerta abierta para ella al salir.
-¿No se le cansa la mano izquierda después de un tiempo? Butch se rió mientras ambos se detenían y levantó la vista hacia las estrellas.
- ¿Cómo te va, Cherry? -Siempre bien.
Se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió mien¬tras lo miraba.
-Si le salen demasiados pelos en la palma de la mano, pue¬de llamarme. Se lo haré gratis, porque usted es un hijo de perra muy bien parecido. Pero no le diga a mi chulo que le he dicho eso.
Soltó una nube de humo y, con expresión ausente, se to¬có con el dedo su oreja izquierda desgarrada. Le faltaba la mi¬tad superior.
Dios, ese proxeneta era todo un perro rabioso. Empezaron a bajar los escalones.
-¿Ya has consultado ese programa del que te hablé? -pre¬guntó Butch cuando llegaron a la acera. Estaba ayudando a un amigo a poner en marcha un grupo de apoyo para prostitutas que quisieran liberarse de sus proxenetas y llevar otra vida.
-Ah, sí, claro. Buena cosa. -Le lanzó una sonrisa-. Lo veré después.
-Cuídate.
Ella le dio la espalda, dándose una palmada en la nalga de¬recha.
-Piénselo, esto puede ser suyo.
Butch la observó contonearse calle abajo durante un rato. Luego se dirigió a su coche, y siguiendo un impulso, condujo hasta el otro lado de la ciudad, volviendo al barrio de Screamer's. Aparcó frente a McGrider's. Unos quince minutos después una mujer enfundada en unos ajustados vaqueros y un top negro sa¬lió del cuchitril. Parpadeó como si fuera miope ante la brillante luz. Cuando vio el coche, se sacudió su cabellera castaña y fue caminando hacia él. Butch abrió la ventanilla y ella se inclinó, be¬sándolo en los labios.
-Cuánto tiempo sin verte. ¿Te sientes solitario, Butch? -dijo ella apretada contra su boca.
Olía a cerveza rancia y a licor de cerezas, el perfume de to¬do cantinero al final de una larga noche.
-Entra -dijo él.
La mujer rodeó el coche por el frente y se deslizó junto a él. Habló de cómo le había ido durante la noche mientras él con¬ducía hasta la orilla del río, contándole lo decepcionada que es taba porque las propinas otra vez habían sido escasas y que los pies la estaban matando de tanto ir de un lado a otro de la barra. Estacionó bajo uno de los arcos del puente que cruzaba el río Hudson y unía las dos mitades de Caldwell, cerciorándose de quedar a suficiente distancia de los indigentes acostados sobre sus improvisadas camas de cartones. No había necesidad de tener pú¬blico.
Y había que reconocer que Abby era rápida. Ya le había desabrochado los pantalones y manipulaba su miembro erecto con embates firmes antes de que él hubiera apagado el motor. Mientras empujaba hacia atrás el asiento, ella se subió a horca¬jadas y le acarició el cuello con la boca. Él miró el agua, más allá de su sensual cabello rizado.
La luz del amanecer era hermosa, pensó cuando ésta inun¬dó la superficie del río.
-¿Me amas, cariño?-susurró ella a su oído. -Sí, claro.
Le alisó el cabello hacia atrás y la miró a los ojos. Esta¬ban vacíos. Podía haber sido cualquier hombre, por eso su rela¬ción funcionaba.
Su corazón estaba tan vacío como aquella mirada.

lunes, 20 de febrero de 2012

Amante Oscuro - Capitulo 3 - Capitulo 4



Capítulo 3
Beth estuvo bajo la ducha cuarenta y cinco minutos, uti¬lizo medio bote de gel, y casi derritió el barato papel pin¬tado de las paredes del baño debido al intenso calor del agua. Se secó, se puso una bata e intentó no mirarse otra vez al espejo. Su labio tenía un feo aspecto.
Salió a la única habitación que poseía su pequeño apartamento. El aire acondicionado se había estropeado hacía un par de semanas, y el ambiente de la estancia era tan sofocante como el del baño. Miró hacia las dos ventanas y la puerta corredera que conducía a un desangelado patio trasero. Tuvo el impulso de abrir¬las todas; sin embargo, se limitó a revisar los cierres.
Aunque sus nervios estaban destrozados, al menos su cuerpo estaba recuperándose rápidamente. Su apetito había vuelto en busca de venganza, como si estuviera molesto por no haber cenado, así que se dirigió directamente a la cocina. In¬cluso las sobras de pollo de hacía cuatro noches parecían ape¬titosas, pero cuando rompió el papel de aluminio, percibió un efluvio de calcetines húmedos. Arrojó a la basura todo el pa¬quete y colocó un recipiente de comida congelada en el mi-croondas. Comió los macarrones con queso de pie, sostenien¬do la pequeña bandeja de plástico en la mano con un guante de cocina. No fue suficiente, así que tuvo que prepararse otra ra¬ción.
La idea de engordar diez kilos en una sola noche era tre¬mendamente atrayente; vaya si lo era. No podía hacer nada con el aspecto de su rostro, pero estaba dispuesta a apostar que su misógino atacante neandertal prefería a sus víctimas delgadas y atléticas.
Parpadeó, tratando de sacarse de la cabeza la imagen de su propio rostro. Dios, aún podía sentir sus manos, ásperas y de¬sagradables, manoseándole los pechos.
Tenía que denunciarlo. Se acercaría a la comisaría. Aunque no quería salir del apartamento. Por lo menos has¬ta que amaneciera.
Se dirigió hasta el futón que usaba como sofá y cama y se colocó en posición fetal. Su estómago tenía dificultades para digerir los macarrones con queso y una oleada de náusea seguida por una sucesión de escalofríos recorrió su cuerpo.
Un suave maullido le hizo levantar la cabeza.
-Hola, Boo -dijo, chasqueando los dedos con desga¬na. El pobre animal había huido despavorido cuando ella había entrado como una tromba por la puerta rasgándose la ropa y arro¬jándola por toda la habitación.
Maullando nuevamente, el gato negro se aproximó. Sus grandes ojos verdes parecían preocupados mientras saltaba con elegancia hacia su regazo.
-Lamento todo este drama -murmuró ella, haciéndole sitio.
El animal frotó la cabeza contra su hombro, ronronean¬do. Su cuerpo estaba tibio, apenas pesaba. No supo el tiempo que permaneció allí sentada acariciando su suave pelaje, pero cuando el teléfono sonó, tuvo un sobresalto.
Mientras trataba de alcanzar el auricular, se las arregló pa¬ra seguir acariciando a su mascota. Los años de convivencia habían conseguido que su coordinación gato/teléfono rozara niveles de perfección.
-¿Hola? -dijo, pensando en que era más de mediano¬che, lo que descartaba a los vendedores telefónicos y sugería al¬gún asunto de trabajo o algún psicópata ansioso.
-Hola, señorita B. Ponte tus zapatillas de baile. El coche de un individuo ha saltado por los aires al lado de Screamer's. Él estaba dentro.
Beth cerró los ojos y quiso sollozar. José de la Cruz era uno de los detectives de la policía de la ciudad, pero también un gran amigo.
Aunque tenía que decir que le sucedía lo mismo con la mayoría de los hombres y mujeres que llevaban uniforme azul. Co¬mo pasaba tanto tiempo en la comisaría, había llegado a conocerlos bastante bien, pero José era uno de sus favoritos.
-Hola, ¿estás ahí?
Cuéntale lo que ha sucedido. Abre la boca.
La vergüenza y el horror de lo ocurrido le oprimían las cuerdas vocales.
-Aquí estoy, José. -Se apartó el oscuro cabello de la ca¬ra y carraspeó-. No podré ir esta noche.
-Sí, claro. ¿Cuándo has dejado pasar una buena información? --Rió alegremente-. Ah, pero tómatelo con calma. El Duro lleva el caso.
El Duro era el detective de homicidios Brian O'Neal, más conocido como Butch. O simplemente señor.
-En serio, no puedo... ir ahí esta noche.
-¿Estás ocupada con alguien? -La curiosidad hizo que la voz fuera apremiante. José estaba felizmente casado, pero ella sabía que en la comisaría todos especulaban a su costa. ¿Una mujer con un cuerpazo como el suyo sin un hombre? Algo tenía que ocurrir-. ¿Y bien? ¿Lo estás?
-Por Dios, no. No.
Hubo un silencio antes de que el sexto sentido de policía de su amigo se pusiera alerta.
-¿Qué sucede?
-Estoy- bien. Un poco cansada. Iré a la comisaría ma¬ñana.
Presentaría la denuncia entonces. Al día siguiente se sentiría lo suficientemente fuerte para recordar lo que había pasado sin derrumbarse.
-¿Necesitas que vaya a verte?
-No, pero te lo agradezco. Estoy bien, de verdad. Colgó el auricular.
Quince minutos después se había puesto un par de vaqueros recién lavados y una amplia camisa que ocultaba sus espléndidas curvas. Llamó a un taxi, pero antes de salir hurgó en el armario hasta encontrar su otro bolso. Cogió el spray de pimienta y lo apretó con fuerza en la mano mientras se dirigía a la calle. En el trayecto entre su casa y el lugar donde había estalla¬do la bomba, recuperaría la voz y se lo contaría todo a José. Por mucho que detestara la idea de recordar la agresión, no iba a permitir que aquel imbécil siguiera libre haciéndole lo mismo a otra persona. Y aunque nunca lo atrapasen, al menos habría hecho todo lo posible para tratar de capturarlo.
Wrath se materializó en el salón de la casa de Darius. Maldición, ya había olvidado lo bien que vivía el vampiro. Aunque D era un guerrero, se comportaba como un aristócrata, y a decir verdad, tenía una cierta lógica. Su vida había em-pezado como un princeps de alta alcurnia, y todavía conservaba el gusto por el buen vivir. Su mansión del siglo XIX estaba bien cuidada, llena de antigüedades y obras de arte. También era tan segura como la cámara acorazada de un banco.
Pero las paredes amarillo claro del salón hirieron sus ojos.
-Qué agradable sorpresa, mi señor.
Fritz, el mayordomo, apareció desde el vestíbulo e hizo una profunda reverencia mientras apagaba las luces para aliviar los ojos de Wrath. Como siempre, el viejo macho iba vestido con librea negra. Había estado con Darius alrededor de cien años, y era un doggen, lo que significaba que podía salir a la luz del día pero envejecía más rápido que los vampiros. Su subespecie había servido a los aristócratas y guerreros durante muchos milenios. -¿Se quedará con nosotros mucho tiempo, mi señor? Wrath negó con la cabeza. No si podía evitarlo. -Unas horas.
-Su habitación está preparada. Si me necesita, señor, aquí estaré.
Fritz se inclinó de nuevo y caminó hacia atrás para salir de la habitación, cerrando las puertas dobles tras él.
Wrath se dirigió hacia un retrato de más de dos metros de altura del que le habían dicho que había sido un rey francés. Colocó sus manos sobre el lado derecho del pesado marco dorado. El lienzo giró sobre su eje para revelar un oscuro pasillo de pie¬dra iluminado con lámparas de gas.
Al entrar, bajó por unas escaleras hasta las profundida¬des de la tierra. Al final de los escalones había dos puertas. Una iba a los suntuosos aposentos de Darius, la otra se abrió a lo que Wrath consideraba un sustituto de su hogar. La mayoría de los días dormía en un almacén de Nueva York, en una habitación in¬terior hecha de acero con un sistema de seguridad muy similar al de Fort Knox.
Pero él nunca invitaría allí a Marissa. Ni a ninguno de los hermanos. Su privacidad era demasiado valiosa.
Cuando entró, las lámparas sujetas a las paredes se encen¬dieron por toda la habitación a voluntad suya. Su resplandor do¬rado alumbraba sólo tenuemente el camino en la oscuridad. Como deferencia a la escasa visión de Wrath, Darius había pintado de negro los muros y el techo de seis metros de altura. En una es¬quina, destacaba una enorme cama con sábanas de satén negro y un montón de almohadas. Al otro lado, había un sillón de cue¬ro, un televisor de pantalla grande y una puerta que daba a un ba¬ño de mármol negro. También había un armario lleno de armas ropa.
Por alguna razón, Darius siempre insistía en que se que¬dara en la mansión. Era un maldito misterio. No se trataba de que lo defendiera, porque Darius podía protegerse a sí mismo. Y la idea de que un vampiro como D sufriera de soledad era absurda. Wrath percibió a Marissa antes de que entrara en la habi¬tación. El aroma del océano, una limpia brisa, la precedía. Terminemos con esto de una vez, pensó. Estaba ansio¬so por regresar a las calles. Sólo había saboreado un bocado de batalla, y esa noche quería atiborrarse.
Se dio la vuelta.
Mientras Marissa inclinaba su menudo cuerpo hacia él, sin¬tió devoción e inquietud flotando en el aire alrededor de la hembra. -Mi señor-dijo ella.
Por lo poco que podía ver, llevaba puesta una prenda li¬gera de gasa blanca, y su largo cabello rubio le caía en cascada sobre los hombros y la espalda. Sabía que se había vestido para complacerlo, y deseó en lo más íntimo de su ser que no se hubiera esforzado tanto.
Se quitó la chaqueta de cuero y la funda donde llevaba sus dagas.
Malditos fuesen sus padres. ¿Por qué le habían dado una hembra como ella? Tan... frágil.
Aunque, pensándolo bien, considerando el estado en que se encontraba antes de su transición, quizás temieron que otra más fuerte pudiera causarle daño.
Wrath flexionó los brazos, sus bíceps mostraron su gro¬sor, uno de sus hombros crujió debido al esfuerzo.
Si pudieran verlo ahora. Su escuálido cuerpo se había trans¬formado en el de un frío asesino.
Tal vez sea mejor que estén muertos, pensó. No habrían aprobado en lo que se había convertido ahora.
Pero no pudo evitar pensar que si ellos hubieran vivido hasta una edad avanzada, él habría sido diferente.
Marissa cambió de sitio nerviosamente.
-Lamento molestarte. Pero no puedo esperar más. Wrath se dirigió al baño.
-Me necesitas, y yo acudo.
Abrió el grifo y se subió las mangas de su camisa negra. Con el vapor elevándose, se lavó la suciedad, el sudor y- la muer¬te de sus manos. Luego frotó la pastilla de jabón por los brazos, cubriendo de espuma los tatuajes rituales que adornaban sus antebrazos. Se enjuagó, se secó y caminó hasta el sillón. Se sen¬tó y esperó, rechinando los dientes.
¿Durante cuánto tiempo habían hecho aquello? Siglos. Pe¬ro Marissa siempre necesitaba algún tiempo para poder aproximársele. Si hubiera sido otra, su paciencia se habría agotado de inmediato, pero con ella era un poco más tolerante.
La verdad era que sentía pena por ella porque la habían forzado a ser su shellan. Él le había dicho una y otra vez que la liberaba de su compromiso para que encontrara un verdadero compañero, uno que no solamente matara todo lo que le amenazara, sino que también la amara.
Lo extraño era que Marissa no quería dejarlo, por muy frágil que fuera. Él imaginaba que ella probablemente temía que nin¬guna otra hembra querría estar con él, que ninguna alimentaría a la bestia cuando lo necesitara y su raza perdería su estirpe más poderosa. Su rey. Su líder, que carecía de la voluntad de liderar. Sí, era un maldito inconveniente. Permanecía alejado de ella a menos que necesitara alimentarse, lo cual no sucedía con frecuencia debido a su linaje. La hembra nunca sabía dónde es¬taba él, o qué estaba haciendo. Pasaba los largos días sola en la casa de su hermano, sacrificando su vida para mantener vivo al último vampiro de sangre pura, el único que no tenía ni una so¬la gota de sangre humana en su cuerpo.
Francamente, no entendía cómo soportaba eso... ni có¬mo lo soportaba a él.
De repente, sintió ganas de maldecir. Aquella noche pare¬cía ser muy apropiada para alimentar su ego. Primero Darius y ahora ella.
Los ojos de Wrath la siguieron mientras ella se movía por la habitación, describiendo círculos a su alrededor, acercándose¬le. Se obligó a relajarse, a estabilizar su respiración, a inmovilizar su cuerpo. Aquella era la peor parte del proceso. Le daba páni¬co no tener libertad de movimientos, y sabía que cuando ella em¬pezara a alimentarse, la sofocante sensación empeoraría.
-¿Has estado ocupado, mi señor? -dijo suavemente. Él asintió, pensando que si tenía suerte, iba a estar más ocu¬pado antes del amanecer.
Marissa finalmente se irguió frente a él, y el vampiro pudo sentir su hambre prevaleciendo sobre su inquietud. También sintió su deseo. Ella lo quería, pero él bloqueó ese sentimiento de la hembra.
Bajo ningún concepto tendría relaciones sexuales con ella. No podía imaginar someter a Marissa a las cosas que había hecho con otros cuerpos femeninos. Y él nunca la había querido de esa manera. Ni siquiera al principio.
-Ven aquí-dijo, haciendo un gesto con la mano. Y Dejo caer el antebrazo sobre el muslo, con la muñeca hacia arriba-. Estás hambrienta. No deberías esperar tanto para llamarme.
Marissa descendió hasta el suelo cerca de sus rodillas, su vestido se arremolinó alrededor de su cuerpo y sus pies. Él sin¬tió la tibieza de los dedos sobre su piel mientras ella recorría sus tatuajes con las manos, acariciando los negros caracteres que detallaban su linaje en el antiguo idioma. Estaba lo suficientemente cerca para captar los movimientos de su boca abriéndose, sus colmillos destellaron antes de hundirlos en la vena.
Wrath cerró los ojos, dejando caer la cabeza hacia atrás mientras ella bebía. El pánico lo inundó rápida y fuertemente.
Dobló el brazo libre alrededor del borde del sillón, tensionan¬do los músculos al tiempo que aferraba la esquina para mantener el cuerpo en su lugar. Calma, necesitaba conservar la calma. Pron¬to terminaría, y entonces sería libre.
Cuando Marissa levantó la cabeza diez minutos después, él se irguió de un salto y aplacó la ansiedad caminando, sintien¬do un alivio enfermizo porque no podía moverse. En cuanto se sosegó, se acercó a la hembra. Estaba saciada, absorbiendo la fuer¬za que la embargaba a medida que su sangre se mezclaba. A él no le agradó verla en el suelo, de modo que la levantó, y estaba pen¬sando en llamar a Fritz para que la llevara a la casa de su herma¬no, cuando unos rítmicos golpes sonaron en la puerta.
Wrath se volvió a mirar al otro lado de la habitación, la trasladó a la cama y allí la recostó.
-Gracias, mi señor -murmuró ella-. Volveré, a casa por mis propios medios. Él hizo una pausa, y luego colocó una sábana sobre las piernas de la vampiresa antes de abrir la puerta de golpe.
Fritz estaba muy agitado por algo.
Wrath salió, cerrando la puerta tras de sí. Estaba a punto de preguntar qué demonios podía justificar tal interrupción, cuan¬do el olor del mayordomo impregnó su irritación.
Supo, sin preguntar, que la muerte había hecho otra visita. Y Darius había desaparecido.
-Señor...
-¿Cómo ha sido? -gruñó. Ya se ocuparía del dolor más tarde. Primero necesitaba detalles.
-Ah, el coche... -Estaba claro que el mayordomo tenía problemas para conservar la calma, y su voz era tan débil y que¬bradiza como su viejo cuerpo-. Una bomba, no señor. El coche... Al salir del club. Tohrment ha llamado. Lo vio todo. Wrath pensó en el restrictor que había eliminado. Deseó saber si había sido él quien había perpetrado el atentado. Aquellos bastardos ya no tenían honor. Por lo menos sus precursores, desde hacía siglos, habían luchado como guerre¬ros. Esta nueva raza estaba compuesta por cobardes que se es¬condían detrás de la tecnología.

-Llama a la Hermandad-vociferó--. Diles que ven¬gan de inmediato.
-Sí, por supuesto. Señor... Darius me pidió que le diera esto -el mayordomo extendió algo-, si usted no estaba con él cuando muriera.
Wrath cogió el sobre y regresó al aposento, sin poder ofre¬cer compasión alguna ni a Fritz ni a nadie. Marissa se había mar¬chado, lo cual era bueno para ella.
Metió la última carta de Darius en el bolsillo de su pan¬talón de cuero.
Y dio rienda suelta a su ira.
Las lámparas explotaron y cayeron hechas añicos mientras un torbellino de ferocidad giraba a su alrededor, cada vez más fuerte, más rápido, más oscuro, hasta que el mobiliario se elevó del suelo trazando círculos alrededor del vampiro. Echó hacia atrás la cabeza y rugió.

Capítulo 4

Cuando el taxi dejó a Beth frente a Scramer's, la escena del crimen se encontraba en plena actividad. Destellos de lu¬ces azules y blancas salían de los coches patrulla que bloqueaban el acceso al callejón. El cuadrado vehículo blindado de los artificieros va había llegado. El lugar estaba atestado de agentes tanto de unifor¬me como vestidos de civil. Y la habitual multitud de curiosos ebrios, se había adueñado de la periferia del escenario fumando y charlando. En todos los años que llevaba como reportera, había des¬cubierto que un homicidio era un acontecimiento social en Cald¬well. Evidentemente Para todos menos para el hombre o mujer que había muerto. Para la víctima, imaginaba, la muerte era un asunto bastante solitario, aunque hubiese visto frente a frente la cara de su asesino. Algunos puentes hay que cruzarlos solos, sin importar quién nos empuje por el borde.
Beth se cubrió la boca con la manga. El olor a metal que¬mado, un punzante hedor químico, invadió su nariz.
-¡Oye, Beth! -Uno de los agentes le hizo senas-. Si quieres acercarte más, entra a Screamer's y sal por la puerta tra¬sera. Hay un corredor...
-De hecho, he venido a ver a José. ¿Está por aquí? El agente estiró el cuello, buscando entre la multitud. -Estaba aquí hace un minuto. Tal vez haya vuelto a la co¬misaría. ¡Ricky! ¿Has visto a José?
Butch O'Neal se paró frente a ella, silenciando al otro po¬licía con una sombría mirada.
-Vaya sorpresa.
Beth dio un paso atrás. El Duro era un buen espécimen de hombre. Cuerpo grande, voz grave, presencia arrolladora. Supo¬nía que muchas mujeres se sentirían atraídas por él, porque no podía negar que era bien parecido, de una manera tosca, ruda. Pero Beth nunca había sentido saltar una chispa.
No es que los hombres no le hicieran sentir nada, pero aquel hombre, en concreto, no le interesaba.
-Y bien, Randall, ¿qué te trae por aquí? -Se llevó un tro¬zo de chicle a la boca y arrugó el papel formando una bolita. Su mandíbula se puso a trabajar como si estuviera frustrado; no mas¬ticaba, machacaba.
-Estoy aquí por José. No por el crimen.
-Claro que sí. -Entrecerró los ojos. Con sus cejas de co¬lor castaño y sus ojos profundos, parecía siempre un poco enfa¬dado, pero, bruscamente, su expresión empeoró-. ¿Puedes venir conmigo un segundo?
-En realidad necesito ver a José...
EI le sujeto el brazo con un fuerte apretón.
-Sólo ven aquí. -Butch la llevó a un rincón aislado del callejón, lejos del bullicio-. ¿Qué diablos te ha pasado en la cara?
Ella alzó la mano y se cubrió el labio herido. Todavía de¬bía de estar conmocionada, porque se había olvidado de todo. -Repetiré la pregunta -dijo-. ¿Qué diablos te ha pa¬sado?
-Yo, eh... -La garganta se le cerró-. Estaba... -No iba a llorar. No delante del Duro-. Necesito ver a, José.
-No está aquí, así que no podrás contar con él. Ahora habla.
Butch le inmovilizó los brazos a los lados, como si pre¬sintiera que podía salir corriendo. Él medía sólo unos pocos cen¬tímetros más que ella, pero la retenía con 30 kilos de músculo por lo menos.
El miedo se instaló en su pecho corno si quisiera perfo¬rarla, pero ya estaba harta de ser maltratada físicamente esa noche.
-Retírate, O'Neal - Colocó la palma de la mano en el pecho del hombre y empujó. El se movió un poco.
-Beth, dime...
-Si no me sueltas... -su mirada sostuvo la de él-, voy a publicar un artículo sobre tus técnicas de interrogatorio. Ya sa¬bes, las que necesitan rayos X y escayola cuando has terminado.
Los ojos de O'Neal se entrecerraron de nuevo. Apartó los brazos de su cuerpo y levantó las manos como si se estuviera rin¬diendo.
-Está bien. -La dejó y regresó a la escena del crimen. Beth apoyó la espalda contra el edificio, y sintió que sus piernas flaqueaban. Miró hacia abajo, tratando de reunir fuerzas, y vio algo metálico. Dobló las rodillas y se inclinó. Era una es¬trella arrojadiza de artes marciales.
-¡Oye, Ricky! -llamó. El policía se acercó, y ella seña¬ló al suelo-. Pruebas.
Le dejó hacer su trabajo y se dirigió a toda prisa a la calle Trade para coger un taxi. Simplemente, ya no podía soportarlo más.
Al día siguiente presentaría una denuncia oficial con José. A primera hora de la mañana.
Cuando Wrath reapareció en el salón, había recuperado el con¬trol. Sus armas estaban en sus respectivas fundas y su chaqueta pesaba en la mano, llena de las estrellas arrojadizas y cuchillos que le gustaba utilizar.
Tohrment fue el primero de la Hermandad en llegar. Te¬nía los ojos encendidos, el dolor y la venganza hacían que el azul oscuro brillara de manera tan vívida que incluso Wrath pudo cap¬tar el destello de color.
Mientras Tohr se recostaba contra una de las paredes ama¬rillas de Darius, Vishous entró en la habitación. La perilla que se había dejado crecer hacía poco y daba un aspecto más siniestro de lo habitual, aunque era el tatuaje alrededor de su ojo izquierdo lo que realmente lo situaba en el campo de lo te¬rrorífico. Esa noche tenía bien calada la gorra de los Red Sox y las complejas marcas de las sienes casi no se veían. Como siem¬pre, su guante negro de conductor, que usaba para que su mano izquierda no entrara en contacto con nadie inadvertidamen¬te, estaba en su lugar.
Lo cual era algo bueno. Un maldito servicio público.
Le siguió Rhage. Había suavizado su actitud arrogante co¬mo deferencia al motivo de la convocatoria de aquella reunión. Rhage era un macho muy alto, enorme, poderoso, más fuerte que el resto de los guerreros. También era una leyenda sexual en el mundo de los vampiros, apuesto como un galán de cine y con un vigor capaz de rivalizar con un rebaño de sementales. Las hem¬bras, tanto vampiresas como humanas, pisotearían a sus propias crías para llegar a él.
Por lo menos hasta que vislumbraran su lado oscuro. Cuan¬do la bestia de Rhage salía a la superficie, todos, hermanos in¬cluidos, buscaban refugio y empezaban a rezar.
Phury era el último. Su cojera resultaba casi impercepti¬ble. Su pierna ortopédica había sido reemplazada hacía poco, y ahora estaba compuesta por una aleación de titanio y carbono de última tecnología. La combinación de barras, articulaciones y per¬nos estaba atornillada a la base del muslo derecho.
Con su fantástica melena de cabellos multicolores, Phury hubiera debido estar acompañado de actrices y modelos, pero se había mantenido fiel a su voto de castidad. Sólo había sitio para un único amor en su vida, Y éste lo había estado matando lenta¬mente durante años.
-¿Dónde está tu gemelo? -preguntó Wrath. -Z está de camino.
El que Zsadist llegara el último no era ninguna sorpresa. Z era un gigantesco y violento peligro para el mundo. Un maldito bastardo que blasfemaba a todas horas y que llevaba el odio, especialmente hacia las hembras, a nuevos niveles. Por fortuna, entre su cara cubierta de cicatrices y, su cabello cortado al rape, tenía un aspecto tan aterrador como realmente era, de modo que la gente solía apartarse de su camino.
Raptado de su familia cuando era un niño, había acaba¬do como esclavo de sangre, y el maltrato a manos de su ama ha¬bía sido brutal en todos los sentidos. A Phury le había lleva do casi un siglo encontrar a su gemelo, y Z había sido torturado hasta el punto de que fue dado por muerto antes de ser resca¬tado.
Una caída en el salado océano había grabado las heridas en la piel de Zsadist, y además del laberinto de cicatrices, aún exhibía los tatuajes de esclavo, así como varios piercings que él mismo había añadido, sólo porque le gustaba la sensación de dolor.
Con toda certeza, Z era el más peligroso de los miembros de la Hermandad. Después de lo que había soportado, no le im¬portaba nada ni nadie. Ni siquiera su hermano.
Incluso Wrath protegía su espalda en presencia de aquel guerrero.
Sí, la Hermandad de la Daga Negra era un grupo diabó¬lico. Lo único que se interponía entre la población de vampiros civiles y los restrictores.
Cruzando los brazos, Wrath paseó la mirada por la habi¬tación, observando a cada uno de los guerreros, pensando en sus fuerzas, pero también en sus maldiciones.
Con la muerte de Darius, recordó que, aunque sus gue¬rreros estaban propinando duros golpes a las legiones de asesi¬nos de la Sociedad, había muy pocos hermanos luchando con¬tra una inagotable y autogeneradora reserva de restrictores.
Porque Dios era testigo de que había muchos humanos con interés y aptitudes para el asesinato.
La balanza simplemente no se inclinaba a favor de la ra¬za. Él no podía eludir el hecho de que los vampiros no vivían eternamente, que los hermanos podían ser asesinados y que el equilibrio podía romperse en un instante a favor de sus ene-migos.
Demonios, el cambio va había comenzado. Desde que el Omega había creado la Sociedad Restrictiva hacía una eternidad, el número de vampiros había disminuido de tal manera que sólo quedaban unos cuantos enclaves de población. Su especie ro¬zaba la extinción. Aunque los hermanos fueran mortalmente buenos en lo que hacían.
Si Wrath hubiera sido otra clase de rey, como su padre, que deseaba ser el adorado y reverenciado por parte de las familias de la especie, quizás el futuro hubiera sido más prometedor. Pero él no era como su padre. Wrath era un luchador, no un líder, 'v se desenvolvía mejor con una daga en la mano que sentado, siendo objeto de adoración.
Se concentró de nuevo en los hermanos. Cuando los gue¬rreros le devolvieron la mirada, se notaba que esperaban sus ins¬trucciones. Y aquella consideración lo puso nervioso.
-Me he tomado la muerte de Darius como un ataque per¬sonal -dijo.
Hubo un sordo gruñido de aprobación entre sus compa¬ñeros.
Wrath sacó la cartera y el móvil del miembro de la Socie¬dad Restrictiva que había matado.
-Esto lo llevaba un restrictor que ha tropezado conmigo esta misma noche detrás de Screamer's. ¿Quién quiere hacer los honores?
Los lanzó al aire. Phury atrapó ambos objetos y pasó el te¬léfono a Vishous.
Wrath empezó a caminar de un lado a otro. -Tenemos que salir de cacería de nuevo.
-Tienes toda la razón -gruñó Rhage. Hubo un movi¬miento metálico y luego el sonido de un cuchillo al clavarse en una mesa-. Tenemos que atraparlos donde entrenan, donde viven.
Lo cual significaba que los hermanos tendrían que hacer un reconocimiento del terreno. Los miembros de la Sociedad Res¬trictiva no eran estúpidos. Cambiaban su centro de operaciones con regularidad, trasladando constantemente sus instalaciones de reclutamiento y entrenamiento de un lugar a otro. Por este mo¬tivo, los guerreros vampiros consideraban que era más eficaz ac¬tuar como señuelos y luchar contra todo aquel que acudiera a ata¬carlos.
Ocasionalmente, la Hermandad había realizado algunas incursiones, matando a docenas de restrictores en una sola no¬che. Pero esa clase de táctica ofensiva era rara. Los ataques a gran escala eran eficaces, pero también llevaban aparejadas algunas di¬ficultades. Los grandes combates atraían a la policía, y tratar de pasar inadvertidos era vital para todos.
-Aquí hay un permiso de conducir -murmuró Phury-. Investigaré la dirección. Es local.
-¿Qué nombre figura? -preguntó Wrath. -Robert Strauss.
Vishous soltó una maldición mientras examinaba el telé¬fono.
-Aquí no hay mucho. Sólo alguna cosa en la memoria de llamadas, unas marcaciones automáticas. Averiguaré en el orde¬nador quién ha llamado y qué números se marcaron.
Wrath rechinó los dientes. La impaciencia y la ira eran un cóctel difícil de digerir.
-No necesito decirte que trabajes lo más rápido posible. No hay manera de saber si el restrictor que he eliminado esta no¬che ha sido el autor de la muerte de Darius, así que pienso que tenemos que limpiar completamente toda la zona. Hay que ma¬tarlos a todos, sin importarnos los problemas que pueda plan¬tearnos.
La puerta principal se abrió de golpe, y Zsadist entró en la casa.
Wrath lo miró sardónico.
-Gracias por venir, Z. ¿Has estado muy ocupado con las hembras?
-¿Qué tal si me dejaras en paz?
Zsadist se dirigió a un rincón y permaneció alejado del resto.
-¿Dónde vas a estar tú, mi señor?-preguntó Tohrment suavemente.
El bueno de Tohr. Siempre tratando de mantener la paz, ya fuera cambiando de tema, interviniendo directamente o, sim¬plemente, por la fuerza.
-Aquí. Permaneceré aquí. Si el restrictor que mató a Da¬rius está vivo e interesado en jugar un poco más, quiero estar disponible y fácil de encontrar.
Cuando los guerreros se fueron, Wrath se puso la chaqueta. Se dio cuenta entonces de que todavía no había abierto el sobre de Darius, y lo sacó del bolsillo. Había una franja de tinta escrita en él. Wrath imaginó que se trataba de su nombre. Abrió la solapa. Mientras sacaba una hoja de papel color crema, una fo¬tografía cayó revoloteando al suelo. La recogió y tuvo la vaga im¬presión de que la imagen poseía un cabello largo y negro. Una hembra.
Wrath miró fijamente el papel. Era una caligrafía continua, un garabateo ininteligible y borroso que no tenía esperanza de descifrar, por mucho que entornara los ojos.
-¡Fritz! -llamó.
El mayordomo llegó corriendo. -Lee esto.
Fritz tomó la hoja y dobló la cabeza. Leyó en silencio. -¡En voz alta! -rugió Wrath.
-Oh. Mil perdones, amo. -Fritz se aclaró la garganta¬. Si no he tenido tiempo de hablar contigo, Tohrment te propor¬cionará todos los detalles. Avenida Redd, número 11 88, apartamento 1-B. Su nombre es Elizabeth Randall. Posdata: La casa y Fritz son tuyos si ella no sobrevive a la edad adulta. Lamento que el final haya llegado tan pronto D. -Hijo de perra-murmuró Wrath.

domingo, 19 de febrero de 2012

Amante Oscuro - Indice - Glosario de términos y nombres propios - Capitulo 1 - Capitulo 2




J. R. Ward

EL AMANTE OSCURO


ÍNDICE:
Glosario de términos y nombres propios
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo



Glosario de términos y nombres propios
Doggen: Miembro de la clase servil en el mundo de los vampiros. Los doggens mantienen las antiguas tradiciones de forma muy ¬rigurosa, y son muy, conservadores en cuestiones relaciona das con el servicio prestado a sus superiores. Sus vestimentas y comportamiento son muy formales. Pueden salir durante el día, pero envejecen relativamente rápido. Su esperanza de vida es de quinientos años aproximadamente.
Las Elegidas: Vampiresas destinadas a servir a la Virgen Escri¬ba. Se consideran miembros de la aristocracia, aunque de una manera más espiritual que temporal. Tienen poca, o ninguna, relación con los machos, pero pueden aparearse con guerreros con objeto de reproducir su especie si así lo dic¬tamina la Virgen Escriba. Tienen la capacidad de prede¬cir el futuro. En el pasado, eran utilizadas para satisfacer las necesidades de sangre de miembros solteros de la Herman¬dad, pero dicha práctica ha sido abandonada por los her¬manos.
Esclavo de sangre: Vampiro hembra o macho que ha sido so¬metido para satisfacer las necesidades de sangre de otros vampiros. La práctica de mantener esclavos de sangre ha caí¬do, en gran medida, en desuso, pero no es ilegal.
Hellren: Vampiro que elige a una hembra como compañera. Los machos pueden tener más de una hembra como compañera.
Hermandad de la Daga Negra: Guerreros vampiros entrena¬dos para proteger a su especie contra la Sociedad Restric¬tiva. Como resultado de una cría selectiva en el interior de la raza, los miembros de la Hermandad poseen una inmen¬sa fuerza física y mental, así como una enorme capacidad para curarse de sus heridas con rapidez. La mayoría no son propiamente hermanos de sangre. Se inician en la Herman¬dad a través de la nominación de uno de sus miembros. Agre¬sivos, autosuficientes y reservados por naturaleza, viven apartados de los humanos y tienen poco contacto con miem¬bros de otras clases, excepto cuando necesitan alimentar¬se. Son objeto de leyendas y muy respetados dentro del mun¬do de los vampiros. Sólo se puede acabar con ellos si se les hiere gravemente con un disparo o una puñalada en el co¬razón.
Leelan: Término cariñoso, que se puede traducir de manera aproximada como «lo que más quiero».
El Ocaso: Reino intemporal donde los muertos se reúnen con sus seres queridos durante toda la eternidad.
El Omega: Malévola figura mística que pretende la extinción de los vampiros a causa de un resentimiento hacia la Virgen Es¬criba. Existe en un reino intemporal y posee grandes po¬deres, aunque no tiene capacidad de creación.
Periodo de Necesidad: Época fértil de las vampiresas. General¬mente dura dos días y va acompañado de unos intensos de¬seos sexuales. Se presenta aproximadamente cinco años después de la transición de una hembra, a partir de ahí, una vez cada década. Todos los machos responden de algún mo¬do si se encuentran cerca de una hembra en periodo de necesidad. Puede ser una época peligrosa, con conflictos y luchas entre machos, especialmente si la hembra no tiene compañero.
Primera Familia: El rey y la reina de los vampiros, y los hijos na¬cidos de su unión.
Princeps: Grado superior de la aristocracia de los vampiros, só¬lo superado por los miembros de la Primera Familia o la Ele¬gida de la Virgen Escriba. El título es hereditario, no puede ser otorgado.
Pyrocant: Se refiere a una debilidad crítica en un individuo. Dicha debilidad puede ser interna, como una adicción, o externa, como un amante.
Restrictor: Miembro de la Sociedad Restrictiva. Se trata de hu¬manos sin alma que persiguen vampiros para exterminarlos. A los restrictores se les debe apuñalar en el pecho para matarlos; de lo contrario, son eternos. No comen ni beben y son impotentes. Con el tiempo, su cabello, su piel y el iris de sus ojos pierden pigmentación hasta convertirse en seres ru¬bios, pálidos y de ojos incoloros. Huelen a talco para bebés. Tras ser iniciados en la Sociedad por el Omega, conservan un frasco de cerámica dentro del cual ha sido colocado su co¬razón después de ser extirpado.
Rythe: Forma ritual de salvar al honor. Lo ofrece alguien que haya ofendido a otro. Si es aceptado, el ofendido elige un ar¬ma y ataca al ofensor, que se presenta ante él sin protección.
Sellan: Vampiresa que se ha unido a un macho tomándolo como compañero. En general, las hembras eligen a un solo compa¬ñero debido a la naturaleza fuertemente territorial de los ma¬chos apareados.
Sociedad Restrictiva: Orden de cazavampiros convocados por el Omega con el propósito de erradicar la especie de los vampiros.
Transición: Momento crítico en la vida de los vampiros, cuando él o ella se convierten en adultos. A partir de ese momento, deben beber la sangre del sexo opuesto para sobrevivir y no pueden soportar la luz solar. Generalmente, sucede a los vein¬ticinco años. Algunos vampiros no sobreviven a su transi¬ción, sobre todo los machos. Antes del cambio, los vampiros son físicamente débiles, sexualmente ignorantes e indiferen¬tes, e incapaces de desmaterializarse.
La Tumba: Cripta sagrada de la Hermandad de la Daga Negra. Usada como sede ceremonial y como almacén de los fras¬cos de los restrictores. Entre las ceremonias allí realizadas se encuentran las iniciaciones, funerales y acciones discipli¬narias contra los hermanos. Nadie puede acceder a ella, excepto los miembros de la Hermandad, la Virgen Escriba o los candidatos a una iniciación.
Vampiro: Miembro de una especie separada del Homo sapiens. Los vampiros tienen que beber sangre del sexo opuesto para sobrevivir. La sangre humana los mantiene vivos, pero su fuerza no dura mucho tiempo. Después de su transición, que generalmente sucede a los veinticinco años, son incapaces de salir a la luz del día y deben alimentarse de la vena regularmente. Los vampiros no pueden «convertir» a los humanos con un mordisco ni con una transfusión sanguínea, aunque, en algunos casos, son capaces de procrear con la otra especie. Pueden desmaterializarse a voluntad, pero tienen que buscar tranquilidad y concentración para conseguirlo, y no pueden llevar consigo nada pesado. Son capaces de borrar los re¬cuerdos de las personas, siempre que sean a corto plazo. Al¬gunos vampiros son capaces de leer la mente. Su esperanza de vida es superior a mil años, y en algunos casos incluso más.
La Virgen Escriba: Fuerza mística consejera del rey, guardiana de los archivos vampíricos y encargada de otorgar privilegios. Existe en un reino intemporal y posee grandes poderes. Capaz de un único acto de creación, que empleó para dar exis¬tencia a los vampiros.

Capítulo 1
Darius miró a su alrededor en el club, y se dio cuenta, por primera vez, de la multitud de personas semidesnudas que se contorsionaban en la pista de baile. Aquella noche, Screamer's estaba a rebosar, repleto de mujeres vestidas de cuero y hombres con aspecto de haber cometido varios crímenes violentos.
Darius y su acompañante encajaban a la perfección. Con la salvedad de que ellos eran asesinos de verdad. -¿Realmente piensas hacer eso? -le preguntó Tohrment. Darius dirigió su mirada hacia él. Los ojos del otro vampiro se encontraron con los suyos.
-Sí. Así es.
Tohrment bebió un sorbo de su whisky escocés. Una son¬risa lúgubre asomó a su rostro, dejando entrever, fugazmente, las puntas de sus colmillos.
-Estás loco, D.
-Tú deberías comprenderlo. Tohrment inclinó su vaso con elegancia.
-Pero estás yendo demasiado lejos. Quieres arrastrar con¬tigo a una chica inocente, que no tiene ni idea de lo que está su¬cediendo, para someterla a su transición en manos de alguien como Wrath. Es una locura.
-Él no es malo..., a pesar de las apariencias. --Darius ter¬minó su cerveza-. Y deberías mostrarle un poco de respeto.
-Lo respeto profundamente, pero no me parece buena idea.
-Lo necesito. -¿Estás seguro de eso?
Una mujer con una minifalda diminuta, botas hasta los muslos y un top confeccionado con cadenas pasó junto a su me¬sa. Bajo las pestañas cargadas de rímel, sus ojos brillaron con un incitante destello, mientras se contoneaba como si sus caderas tu¬vieran una doble articulación.
Darius no prestó atención. No era sexo lo que tenía en mente esa noche.
-Es mi hija, Tohr.
-Es una mestiza, D. Ya sabes lo que él piensa de los hu¬manos. -Tohrment movió la cabeza-. Mi tatarabuela lo era, no me ves precisamente alardeando de eso ante él.
Darius levantó la mano para llamar a la camarera y seña¬ló su botella vacía y el vaso de Tohrment.
-No dejaré que muera otro de mis fijos, Y menos si hay una posibilidad de salvarla. De cualquier modo, ni siquiera es¬tamos seguros de que vaya a cambiar. Podría acabar viviendo una vida feliz, sin enterarse jamás de mi condición, No sería la primera vez que sucede.
Tenía la esperanza de que su hija se librara de aquella ex¬periencia. Porque si pasaba por la transición y sobrevivía conver¬tida en vampiresa, la perseguirían para cazarla, como a todos ellos.
-Darius, si él se compromete a hacerlo, será porque está en deuda contigo. No porque lo desee.
-Lo convenceré.
-¿Y cómo piensas enfocar el problema? Puedes acercar¬te por las buenas a tu hija y decirle: «Oye, va sé que nunca me has visto, pero soy tu padre. Ah, ¿y sabes algo más? Has ganado el premio gordo en la lotería de la evolución: eres una vampiresa. ¡Vámonos a Disneylandia!
-En este momento te odio.
Tohrment se inclinó hacia delante; sus gruesos hombros se movieron bajo la chaqueta de cuero negro.
-Sabes que te apoyo, pero pienso que deberías reconsi¬derarlo. -Hubo una incómoda pausa-. Tal vez yo pueda en¬cargarme de ello.
Darius le lanzó una fría mirada.
-¿Y crees que podrás regresar tranquilamente a tu casa después? Wellsie te clavaría una estaca en el corazón. , y te dejaría secar al sol, amigo mío.
Tohrment hizo una mueca de desagrado. -Buen argumento.
-Y luego vendría a por mí. -Ambos machos se estre¬mecieron-. Además... -Darius se echó hacia atrás cuando la ca¬marera les sirvió las bebidas. Esperó a que se marchara, aunque el rap sonaba estruendosamente a su alrededor, amortiguando cualquier conversación-. Además, son tiempos difíciles. Si algo me sucediera...
-Yo cuidaré de ella.
Darius dio una palmada en el hombro a su amigo. -Sé que lo harás.
-Pero Wrath es mejor. -No había ni un atisbo de celos en su comentario. Sencillamente, era verdad.
-No hay otro como él.
--Gracias -a Dios -dijo Tohrment, esbozando una media sonrisa.
Los miembros de su Hermandad, un cerrado círculo de guerreros fuertemente unidos que intercambiaban información y luchaban juntos, eran de la misma opinión. Wrath era un torrente de furia en asuntos de venganza, y cazaba a sus enemigos con una obsesión que rayaba en la demencia. Era el último de su estirpe, el único vampiro de sangre pura que quedaba sobre el planeta, y aunque su raza lo veneraba como a un rey, él despre¬ciaba su condición.
Era casi trágico que él fuera la mejor opción de supervi¬vencia que tenía la hija mestiza de Darius. La sangre de Wrath, tan fuerte, tan pura, aumentaría sus probabilidades de superar la transición si ésta le causaba algún daño. Pero Tohrment no se equivocaba. Era como entregarle una virgen a una bestia.
De repente, la multitud se desplazó, amontonándose unos contra otros, dejando paso a alguien. O a algo.
-Maldición. Ahí viene -farfulló Tohrment. Agarró su vaso y bebió de un trago hasta la última gota de su escocés- No te ofendas, pero me largo. No quiero participar en esta conver¬sación.
Darius observó cómo aquella marea humana se dividía pa¬ra apartarse del camino de una imponente sombra oscura que so¬bresalía por encima de todos ellos. El instinto de huir era un buen reflejo de supervivencia.
Wrath medía un metro noventa y cinco de puro terror ves¬tido de cuero. Su cabello, largo y negro, caía directamente des¬de un mechón en forma de M sobre la frente. Unas grandes gafas de sol ocultaban sus ojos, que nadie había visto jamás. Sus hombros tenían el doble del tamaño que los de la mayoría de los machos. Con un rostro tan aristocrático como brutal, parecía el rey que en realidad era por derecho propio y el guerrero en que el destino lo había convertido.
Y la oleada de peligro que le precedía era su mejor carta de presentación.
Cuando el gélido odio llegó hasta Darius, éste agarró su cerveza y bebió un largo sorbo.
Realmente esperaba estar haciendo lo correcto.
Beth Randall miró hacia arriba cuando su editor apoyó la cadera sobre el escritorio. Sus ojos estaban clavados en el escote de Beth. -¿Trabajando hasta tarde otra vez? -murmuró. -Hola, Dick.
¿No deberías estar ya en casa con tu mujer y tus dos hijos?, agregó mentalmente.
-¿Qué estás haciendo? -Redactando un artículo para Tom-. -¿Sabes? Hay otras formas de impresionarme. Sí, ya se lo imaginaba.
-¿Has leído mi e-mail, Dick? Fui a la comisaría de poli¬cía esta tarde y hablé con José y Ricky. Me han asegurado que un traficante de armas se ha trasladado a esta ciudad. Han encontrado dos Mágnum manipuladas en manos de unos traficantes de drogas.
Dick estiró el brazo para darle una palmadita en el hom¬bro, acariciándolo antes de retirar la mano.
-Tú sigue trabajando en las pequeñeces. Deja que los chi¬cos grandes se preocupen de los crímenes violentos. No quisiéramos que le sucediera algo a esa cara tan bonita.
Sonrió, entrecerrando los ojos mientras su mirada se de¬tenía en los labios de la chica.
Esa rutina de mirarla fijamente duraba ya tres años, pen¬só ella, desde que había empezado a trabajar para él.
Una bolsa de papel. Lo que necesitaba era una bolsa de papel para ponérsela sobre la cabeza cada vez que hablaba con él. Tal vez con la fotografía de la señora Dick pegada a ella. -¿Quieres que te lleve a tu casa? -preguntó.
Sólo si cayera una lluvia de agujas y clavos, pedazo de simio.
-No, gracias. -Beth se giró hacia la pantalla de su orde¬nador con la esperanza de que él entendiera la indirecta.
Al fin, se alejó, probablemente en dirección al bar del otro lado de la calle, en donde se reunían la mayoría de los reporteros antes de irse a su casa. Caldwell, Nueva York, no era precisamente un semillero de oportunidades para un periodista, pero a los «chi¬cos grandes» de Dick les gustaba aparentar que llevaban una vida social muy agitada. Disfrutaban reuniéndose en el bar de Charlie a soñar con los días en que trabajaran en periódicos más grandes e importantes. La mayor parte de ellos eran como Dick: hombres de mediana edad, del montón, competentes, pero lo que hacían estaba lejos de ser extraordinario. Caldwell era lo suficientemente gran¬de y estaba muy próxima a la ciudad de Nueva York para contar con suficientes crímenes violentos, redadas por drogas y prostitu¬ción que los mantuvieran ocupados. Pero el Caldwell Courier Jour¬nal no era el Times, y ninguno de ellos ganaría jamás un Pulitzer. Era algo deprimente.
Sí, bueno, mírate al espejo, pensó Beth. Ella era sólo una reportera de base. Ni siquiera había trabajado nunca en un pe¬riódico de tirada nacional. Así que, cuando tuviera cincuenta y tantos, o las cosas cambiaban mucho o tendría que trabajar para un periódico independiente redactando anuncios por palabras y vanagloriándose de sus días en el Caldwell Courier Journal.
Estiró la mano para alcanzar la bolsa de M&M que había estado guardando. Aquella maldita estaba vacía. De nuevo.
Tal vez debiera irse a casa y comprar algo de comida chi¬na para llevar.
Mientras se dirigía a la salida de la redacción, que era un espacio abierto dividido en cubículos por endebles tabiques gri¬ses, se encontró con el alijo de chocolatinas de su amigo Tony. Tony comía todo el tiempo. Para él no existía desayuno, comida y cena. Consumir era una proposición binaria. Si estaba despier-to, tenía que llevarse algo a la boca, y para mantenerse aprovi¬sionado, su mesa era un cofre del tesoro de perversiones con alto contenido en calorías.
Sacó el papel y saboreó con fricción la chocolatina mien¬tras apagaba las luces y bajaba la escalera que conducía a la calle Trade. En el exterior, el calor de julio parecía comportarse como una barrera física entre ella y su apartamento. Doce manzanas completas de calor y humedad. Por fortuna, el restaurante chino estaba a medio camino de su casa y contaba con un excelente ai¬re acondicionado. Con algo de suerte, estarían muy ocupados esa noche, y ella tendría oportunidad de esperar un rato en aquel am¬biente fresco.
Cuando terminó el chocolate, abrió la tapa de su teléfono, pulsó la marcación rápida e hizo un pedido de carne con brécol. A medida que avanzaba, los lúgubres y conocidos lugares iban apareciendo ante ella. A lo largo de ese tramo de la calle Trade, sólo había bares, clubs de strip-tease y negocios de tatuajes. Los dos únicos restaurantes eran el chino y uno mexicano. El resto de los edificios, que habían sido utilizados como oficinas en los años veinte cuando el centro de la ciudad era una zona próspera, estaban vacíos. Conocía cada grieta de la acera; sabía de memo¬ria la duración de los semáforos. Y los sonidos entremezclados que se oían a través de las puertas y ventanas abiertas tampoco le resultaban sorprendentes.
En el bar de McGrider sonaba música de blues; de la puer¬ta de cristal del Zero Sum salían gemidos de techo; y las máqui¬nas de karaoke estaban a todo volumen en Ruben's. La mayoría eran sitios dignos de confianza, pero había un par de ellos de los que prefería mantenerse alejada, sobre todo Screamer's, que tenía una clientela verdaderamente tenebrosa. Aquella era una puerta que nunca cruzaría a menos que tuviera una escolta po¬licial.
Mientras calculaba la distancia hasta el restaurante chino, sintió una oleada de agotamiento. Dios, qué humedad. El aire es¬taba tan denso que le dio la impresión de que estaba respirando a través de agua.
Tuvo la sensación de que aquel cansancio no era debido únicamente al tiempo. Durante las últimas semanas no había dor¬mido muy bien, y sospechaba que se hallaba al borde de una de presión. Su empleo no la llevaba a ninguna parte, vivía en un lu¬gar que le importaba un comino, tenía pocos amigos, no tenía amante y ninguna perspectiva romántica. Si pensaba en su futu¬ro, se imaginaba diez años más tarde estancada en Caldwell con Dick y los chicos grandes, siempre inmersa en la misma rutina: levantarse, ir al trabajo, intentar hacer algo novedoso, fracasar y regresar a casa sola.
Tal vez necesitase un cambio. Irse de Caldwell y del Cald¬well Courier Journal. Alejarse de aquella especie de familia elec¬trónica conformada por su despertador, el teléfono de su escritorio y el televisor que mantenía alejados sus sueños mientras dormía.
No había nada que la retuviese en la ciudad salvo la cos¬tumbre. No había hablado con ninguno de sus padres adopti¬vos durante varios años, así que no la echarían de menos. Y los nuevos amigos que tenía estaban ocupados con sus propias fa¬milias.
Al escuchar un silbido lascivo detrás de ella, entornó los ojos. Ése era el problema de trabajar cerca de una zona como aquélla. A veces, se encontraba con algún que otro acosador.
Luego llegaron los requiebros, y a continuación, como era de esperar, dos sujetos cruzaron la calle para colocarse detrás de ella. Miró a su alrededor. Estaba alejándose de los bares en dirección al largo tramo de edificios vacíos que había antes de los restaurantes. La noche era nublada y oscura, pero por lo menos había farolas y, de vez en cuando, pasaba algún coche.
-Me gusta tu cabello negro -dijo el más grande mien¬tras adaptaba su paso al de ella-. ¿Te importa si lo toco?
Beth sabía que no podía detenerse. Parecían chicos de al¬guna fraternidad universitaria en vacaciones de verano, pero no quería correr ningún riesgo. Además, el restaurante chino estaba a sólo cinco manzanas.
De todos modos, buscó en su bolso su spray de pimienta. -¿Quieres que te lleve a alguna parte? -preguntó de nue¬vo el mismo muchacho-. Mi coche no está lejos. En serio, ¿por qué no vienes con nosotros? Podemos montar todos.
Sonrió abiertamente e hizo un guiño a su amigo, como si con aquella charla melosa fuera a llevarla a la cama instantánea¬mente. El compinche se rió y la rodeó, su ralo cabello rubio sal¬taba a cada paso que daba.
-¡Sí, montémosla! -dijo el rubio. Maldición, ¿dónde estaba el spray?
El grande estiró la mano, tocándole el cabello, y ella lo mi¬ró detenidamente. Con su polo y sus pantalones cortos de color caqui, era realmente bien parecido. Un verdadero producto ame¬ricano.
Cuando él le sonrió, ella aceleró el paso, concentrándose en el tenue brillo de neón del cartel del restaurante chino. Rezó para que pasara algún transeúnte, pero el calor había ahuyenta do a los peatones hacia los locales con aire acondicionado. No había nadie alrededor.
-¿Quieres decirme tu nombre? -preguntó el producto americano.
Su corazón empezó a latir con tuerza. Había olvidado el spray en el otro bolso.
-Voy a escoger un nombre para ti. Déjame pensar... ¿Qué te parece «gatita»?
El rubio soltó una risita.
Ella tragó saliva y sacó su móvil, por si necesitaba llamar al 911.
Conserva la calma. Mantén el control.
Imaginó lo bien que se sentiría cuando entrara en el res¬taurante chino y se viera rodeada por la ráfaga de aire acondicio¬nado. Quizá debía esperar y llamar un taxi, sólo para estar se¬gura de llegar a casa sin que la molestaran.
-Vamos, gatita -susurró el producto americano-. Sé que te va a gustar.
Sólo tres manzanas más...
En el instante en que bajó el bordillo de la acera para cru¬zar la calle Diez, él hombre la sujetó por la cintura. Sus pies que¬daron colgando en el aire, y mientras la arrastraba hacia atrás, le cubrió la boca con la palma de la mano. Beth luchó como una po¬sesa, pateando y lanzando puñetazos, y cuando acertó a propi¬narle un buen golpe en un ojo, logró zafarse. Intentó alejarse lo más rápidamente posible, taconeando con fuerza sobre el pavimento, mientras el aliento se agolpaba en su garganta. Un coche pasó por la calle Diez, y ella gritó en cuanto vio el destello de los faros.
Pero entonces el hombre la sujetó de nuevo.
-Vas a rogarme, perra- dijo a su oído, tapándole la bo¬ca con una mano. Le sacudió el cuello de un lado a otro, y la arras¬tró hacia una zona más oscura. Podía oler su sudor y la colonia de universitario que usaba, a medida que escuchaba las estri¬dentes risotadas de su amigo.
Un callejón. La estaban llevando a un callejón.
Sintió arcadas, la bilis le cosquilleaba en la garganta. Sacu¬dió el cuerpo furiosamente, tratando de liberarse. El pánico le da¬ba fuerzas, pero él era más fuerte.
La empujó detrás de un contenedor de basura y presionó su cuerpo contra el de ella. Ésta le asestó otros cuantos codazos y puntapiés.
-¡Maldita sea, sujétale los brazos!
Consiguió darle al rubio una buena patada en el mentón antes de que le agarrara las muñecas y las levantara por encima de su cabeza.
-Vamos, perra, esto te va a gustar -gruñó el producto americano, tratando de introducir una rodilla entre las piernas de la chica.
Le colocó la espalda contra la pared de ladrillo del edifi¬cio, manteniéndola inmóvil por la garganta. Tuvo que usar la otra mano para desgarrarle la blusa, y tan pronto le dejó la boca libre, empezó a gritar. La abofeteó con fuerza, rompiéndole el labio. Sintió el sabor de la sangre en la lengua y, un dolor punzante. -Si haces eso de nuevo, te cortaré la lengua. -Los ojos del hombre hervían de odio y lujuria mientras levantaba el enca¬je blanco del sujetador para dejar expuestos sus senos-. Diablos, creo que lo haré de todos modos.
-Oye, ¿son de verdad? -preguntó el rubio, como si ella fuera a responderle.
Su compañero le cogió uno de los pezones y dio un tirón. Beth hizo una mueca de dolor, las lágrimas nublaron sus ojos. O quizás estaba perdiendo la vista porque estaba a punto de des¬mayarse.
El producto americano rió.
-Creo que son naturales. Pero podrás averiguarlo tú mis¬mo cuando termine yo.
Al escuchar al rubio reír tontamente, algo en el interior de su cerebro entró en acción y se negó a dejar que aquello sucediera. Se obligó a sí misma a dejar de forcejear y recurrir a su entrenamiento de defensa personal. Excepto por la agitada respiración, su cuerpo quedó inmóvil, y el producto americano tardó un minu¬to en notarlo.
-¿Quieres jugar por las buenas? -dijo, mirándola con suspicacia. -Ella asintió lentamente-. Bien. -Se inclinó, acer¬cando la nariz a la suya. Beth luchó para no apartarse, asqueada por el fétido olor a cigarrillo rancio y cerveza-. Pero si gri¬tas otra vez, te coso a puñaladas. ¿Entiendes? -Ella asintió de nuevo-. Suéltala.
El rubio le soltó las muñecas y se rió, moviéndose alre¬dedor de ambos como si buscara el mejor ángulo para observar. Su compañero le acarició ásperamente la piel, y ella tuvo que hacer un enorme esfuerzo para conservar la chocolatina de Tony en el estómago cuando sintió las náuseas subiendo por su garganta. Aunque le repugnaban aquellas manos oprimiendo sus senos, estiró la mano buscando su bragueta. Aún la sujetaba por el cuello, y ella tenía problemas para respirar, pero en el momento en que tocó sus genitales, él gimió, aflojando la presa.
Con un enérgico apretón, Beth le aferró los testículos, re¬torciéndolos tan fuerte como pudo, y le propinó un rodillazo en la nariz mientras él se derrumbaba. Un torrente de adrenalina atravesó su cuerpo, y durante una décima de segundo deseó que el amigo la atacara en lugar de quedarse mirándola estúpidamente. -¡Bastardos! -les gritó.
Beth salió corriendo del callejón, sujetándose la blusa, sin detenerse hasta llegar a la puerta de su edificio de apartamen¬tos. Sus manos temblaban con tanta fuerza que le costó trabajo introducir la llave en la cerradura. Y sólo cuando se encontró an¬te el espejo del baño se percató de que rodaban lágrimas por sus mejillas.
Butch O’Neal levantó la vista cuando sonó la radio bajo el salpicadero de su coche patrulla sin distintivos. En un callejón no lejos de allí, un hombre se encontraba tirado en el suelo, pe¬ro vivo.
Butch miró su reloj. Eran poco más de las diez, lo que sig¬nificaba que la diversión acababa de comenzar. Era un viernes por la noche de comienzos de julio, y los universitarios acababan de comenzar sus vacaciones y estaban ansiosos por competir en las Olimpiadas de la Estupidez. Imaginó que el sujeto había sido asaltado o que le habían dado una lección.
Esperaba que fuera lo segundo.
Butch tomó el auricular y dijo al operador que acudiría a la llamada, aunque era detective de homicidios, no patrullero. Es¬taba trabajando en dos casos en ese momento, un ahogado en el Río Hudson y una persona arrollada por un conductor que se ha¬bía dado a la fuga, pero siempre había sitio para alguna cosa más. Cuanto más tiempo pasara fuera de su casa, mejor. Los platos su¬cios en el fregadero y las sábanas arrugadas sobre la cama no iban a echarlo de menos.
Encendió la sirena y pisó el acelerador mientras pensaba: Veamos qué les ha pasado a los chicos del verano.


Capítulo 2
A medida que atravesaba Scramer's, Wrath esbozó una despectiva sonrisa mientras la multitud tropezaba en¬tre sí para apartarse de su camino. De sus poros emanaba miedo y una curiosidad morbosa y lujuriosa. El vampiro inhaló el féti¬do olor.
Ganado. Todos ellos.
A pesar de llevar las gafas oscuras, sus ojos no pudieron soportar las tenues luces, y tuvo que cerrar los párpados. Su vis¬ta era tan mala que se encontraba mucho más cómodo en total oscuridad. Concentrándose en su oído, esquivó los cuerpos en-tre los compases de la música, aislando el arrastrar de pies, el susurro de palabras, el sonido de algún vaso estrellándose contra el suelo. Si tropezaba con algo, no le importaba. Daba igual de lo que se tratase: una silla, una mesa, un humano..., simplemente pa¬saba por encima de lo que fuese.
Notó la presencia de Darius claramente porque el suyo era el único cuerpo de aquel maldito sitio que no apestaba a pánico. Aunque el guerrero estuviese al límite esa noche.
Wrath abrió los ojos cuando estuvo frente al otro vampi¬ro. Darius era un bulto informe, su color oscuro y su ropa ne¬gra eran lo único que la vista de Wrath conseguía apreciar.
-¿Adónde ha ido Tohrment? -preguntó al sentir un eflu¬vio de whisky escocés.
Wrath se sentó en una silla. Miró fijamente al frente y ob¬servó a la multitud ocupando de nuevo el espacio que él había abierto entre ellos.
Esperó.
Darius se distinguía por no andarse por las ramas y sabía que Wrath no soportaba que le hicieran perder el tiempo. Si guar¬daba silencio, era porque algo ocurría.
Darius bebió un sorbo de su cerveza, luego respiró con fuerza.
-Gracias por venir, mi señor...
-Si quieres algo de mí, no empieces con eso -dijo Wrath con voz cansina, advirtiendo que una camarera se les aproxima¬ba. Pudo percibir unos pechos grandes y una franja de piel en¬tre la ajustada blusa y la corta falda.
-¿Quieren algo de beber? -preguntó ella lentamente. Estuvo tentado de sugerir que se acostara sobre la mesa y le dejara beber de su yugular. La sangre humana no lo manten¬dría vivo mucho tiempo, pero con toda seguridad tendría mejor sabor que el alcohol aguado.
-Ahora no -dijo.
Su hermética sonrisa espoleó la ansiedad de ella causán¬dole, al mismo tiempo, una ráfaga de deseo. Él pudo notar ese aroma en los pulmones.
No estoy interesado, pensó.
La camarera asintió, pero no se movió. Se quedó allí, mi¬rándolo fijamente, con su corto cabello rubio formando un ha¬lo en la oscuridad alrededor de su rostro. Embelesada, parecía haber olvidado su propio nombre y su trabajo.
Y qué molesto le resultaba aquello. Darius se revolvió impaciente.
-Eso es todo -murmuró-. Estamos bien.
Cuando la muchacha se alejó, perdiéndose entre la mul¬titud, Wrath escuchó a Darius aclararse la garganta.
-Gracias por venir. -Eso va lo has dicho. -Sí. Claro. Eh... nos conocemos hace tiempo. -Así es.
-Hemos luchado juntos muchas veces. Hemos elimina¬do a montones de restrictores.
Wrath asintió. La Hermandad de la Daga Negra había pro¬tegido la raza contra la Sociedad Restrictiva durante generacio¬nes. Estaban Darius, Tohrment y los otros cuatro. Los hermanos eran superados en número por los restrictores, humanos sin al¬ma que servían a un malvado amo, el Omega. Pero Wrath, sus guerreros se las arreglaban para proteger a los suyos.
Darius carraspeó de nuevo. -Después de todos estos años...
-D, ve al grano. Marissa me necesita para un pequeño asunto esta noche.
-¿Quieres utilizar mi casa otra vez? Sabes que no permi¬to que nadie más se quede en ella. -Darius dejó escapar una ri¬sa incómoda-. Estoy seguro de que su hermano preferiría que no aparecieras por su casa.
Wrath cruzó los brazos sobre el pecho, empujando la me¬sa con una bota para tener un poco más de espacio.
Le importaba un comino que el hermano de Marissa fuera demasiado sensible y se sintiera ofendido por la vida que Wrath lle¬vaba. Havers era un esnob y un diletante cuya insensatez sobrepasaba todos los límites. Era totalmente incapaz de entender la clase de enemigos que tenía la raza y lo que costaba defender a sus miembros. Y sólo porque el muchacho se sentía ofendido, Wrath no iba a jugar al caballero mientras asesinaban a civiles. Él tenía que estar en el campo de batalla con sus guerreros, no ocupando un trono. Havers podía irse a paseo.
Aunque Marissa no tenía por qué soportar la actitud de su hermano.
-Quizás acepte tu oferta. -Bien.
-Ahora habla. -Tengo una hija. Wrath giró lentamente la cabeza. -¿Desde cuándo?
-Desde hace algún tiempo. -¿Quién es la madre?
-No la conoces. Y ella..., ella murió.
La pena de Darius se esparció a su alrededor con un acre olor a dolor antiguo que se superpuso al hedor a sudor huma¬no, alcohol y sexo del club.
-¿Qué edad tiene? -exigió saber Wrath. Empezaba a presentir hacia donde se encaminaba aquel asunto. -Veinticinco.
Wrath susurró una maldición.
-No me lo pidas a mí, Darius. No me pidas que lo haga. -Tengo que pedírtelo. Mi señor, tu sangre es... -Llámame así otra vez y tendré que cerrarte la boca. Pa¬ra siempre.
-No lo entiendes. Ella es...
Wrath empezó a levantarse. La mano de Darius sujetó su antebrazo y lo soltó rápidamente.
-Es medio humana. -Por Dios...
-Es posible que no sobreviva a la transición. Escucha, si tú la ayudas, por lo menos tendrá una oportunidad. Tu sangre es muy fuerte, aumentaría sus probabilidades de sobrevivir al cambio siendo una mestiza. No te estoy pidiendo que la tomes como shellan, ni que la protejas, porque, yo puedo hacerlo. Sólo estoy tratando de... Por favor. Mis otros hijos han muerto. Ella es lo único que quedará de mí. Y yo... amé mucho a su madre.
Si hubiera sido cualquier otro, Wrath habría usado su fra¬se favorita: Vete a la mierda. Por lo que a él concernía, sólo ha¬bía dos buenas posturas para un humano. Una hembra, sobre su espalda. Y un macho, boca abajo y sin respirar.
Pero Darius era casi un amigo. O lo habría sido, si Wrath le hubiera permitido acercársele.
Cuando se levantó, cerró los ojos con fuerza. El odio lo embargaba concentrándose en el centro de su pecho. Se despre¬ció a sí mismo por marcharse de allí, pero simplemente no era la clase de macho que ayudara a cualquier pobre mestizo a sopor¬tar un momento tan doloroso y peligroso. La cortesía y la piedad no eran palabras que formasen parte de su vocabulario.
-No puedo hacerlo. Ni siquiera por ti.
La angustia de Darius lo golpeó como una gran oleada, y Wrath se tambaleó ante la fuerza de semejante emoción. Enton¬ces, apretó el hombro del vampiro.
-Si en verdad la amas, hazle un favor: pídeselo a otro. Wrath se dio la vuelta y salió del local. De camino a la puerta borró la imagen de sí mismo de la corteza cerebral de todos los humanos que había en el lugar. Los más fuertes pensarían que lo habían soñado. Los débiles ni siquiera lo recordarían.
Al salir a la calle, se dirigió a un rincón oscuro detrás de Scramer's para poder des materializarse. Pasó junto a una mujer que le hacía una mamada a un sujeto entre las sombras. A escasos metros, un vagabundo borracho dormitaba en el suelo y, un traficante de drogas discutía por el móvil el precio del crack. Wrath supo de inmediato que lo seguían y quién era. El dulce olor a talco para bebés lo delataba sin remedio.
Sonrió ampliamente, abrió su chaqueta de cuero y sacó uno de sus hira shuriken. La estrella arrojadiza de acero inoxi¬dable se acomodaba perfectamente a la palma de su mano. Casi cien gramos de muerte preparados para salir volando.
Con el arma en la mano, Wrath no alteró el paso, aunque su deseo era ocultarse rápidamente en la oscuridad. Estaba an¬sioso por pelear después de dejar plantado a Darius, y aquel miembro de la Sociedad Restrictiva había llegado en el momen¬to justo.
Matar a un humano sin alma era precisamente lo que ne¬cesitaba para mitigar su malestar.
A medida que atraía al restrictor a la densa oscuridad, el cuerpo de Wrath se iba preparando para la lucha, su corazón la¬tía pausadamente, los músculos de sus brazos y muslos se contrajeron. Percibió el ruido de un arma siendo amartillada y cal¬culó la dirección del proyectil. Apuntaba a la parte trasera de su cabeza.
Con un rápido movimiento, giró sobre sí mismo en el mo¬mento en que la bala salía del cañón. Se agachó y lanzó la estre¬lla, que con un destello plateado comenzó a trazar un arco mortífero. Acertó al restrictor exactamente en el cuello, cercenándole la garganta antes de continuar su camino hacia la oscuridad. La pistola cayó al suelo, chocando ruidosamente contra el pavimento.
El restrictor se sujetó el cuello con ambas manos y cayó de rodillas.
Wrath se aproximó a él, le revisó los bolsillos y se guar¬dó la cartera y el teléfono que llevaba.
Luego sacó un largo cuchillo negro de una funda que lle¬vaba en el pecho. Sentía que la lucha no hubiera durado más, pero a juzgar por el cabello oscuro y rizado y el ataque relativamente torpe, se trataba de un novato. Con un rápido empujón, puso al restrictor boca arriba, arrojó el cuchillo al aire, y aferró la empu-ñadura con un rápido giro de muñeca. La hoja se hundió en la carne, atravesó el hueso y llegó hasta el negro vacío donde ha¬bía estado el corazón.
Con un sonido apagado, el restrictor se desintegró en un destello de luz.
Wrath limpió la hoja en sus pantalones de cuero, la desli¬zó dentro de la funda y se puso de pie, mirando a su alrededor. Acto seguido, se desmaterializó.
Darius bebió una tercera cerveza. Una pareja de fanáticos del es¬tilo gótico se aproximó a él, buscando una oportunidad de ayu¬darlo a olvidar sus problemas. Él rechazó la invitación.
Salió del bar y se encaminó hacia su BMW 6501 aparcado en el callejón de detrás del club. Como cualquier vampiro que se precie, él podía des materializarse a voluntad y atravesar grandes distancias, pero era un truco difícil de ejecutar si se cargaba con algo pesado. Y no era algo que uno quisiera hacer en público. Además, un coche elegante siempre era digno de admira¬ción.
Subió al automóvil y cerró la puerta. Del cielo empeza¬ron a caer gotas de lluvia, manchando el parabrisas como gruesas lágrimas.
No había agotado sus opciones. La charla sobre el her¬mano de Marissa lo había dejado pensativo. Havers era un mé¬dico totalmente entregado a la raza. Quizás él pudiera ayudarle. Ciertamente, valía la pena intentarlo.
Ensimismado en sus pensamientos, Darius introdujo la llave en el contacto y la hizo girar. El encendido hizo un sonido ronco. Giró la llave de nuevo, y en el instante en que escuchó un rítmico tictac, tuvo una terrible premonición.
La bomba, que había sido acoplada al chasis del coche y conectada al sistema eléctrico, explotó.
Mientras su cuerpo ardía con un estallido de calor blanco, su último pensamiento fue para la hija que aún no lo conocía. Y que ya nunca lo haría.

martes, 14 de febrero de 2012

Información Leer!!!!

Bueno en poco voy a empezar a subir la Saga de La Hermandad de La Daga Negra escrita por J.R. Ward para que los que no la leyeron y la quieren seguir acá puedan espero que les guste...

Les dejo la sintesis De Amante Oscuro 1 Libro.


En las sombras de la noche, en Caldwell (Nueva York), se desarrolla una sorda y cruel guerra entre los vampiros y sus verdugos. Y existe una hermandad secreta de seis vampiros guerreros, los defensores de toda su raza. Ninguno de ellos desea aniquilar a sus enemigos con tanta ansia como Wrath, el campeón de la Hermandad de la Daga Negra... Wrath, el vampiro de raza más pura de los que aún pueblan la tierra, tiene una deuda pendiente con los que, hace siglos, mataron a sus padres. Cuando cae muerto uno de sus más fieles guerreros, dejando huérfana a una muchacha mestiza, ignorante de su herencia y su destino, no le queda más remedio que arrastrar a la bella joven al mundo de los no-muertos. Traicionada por la debilidad de su cuerpo, Beth Randall se ve impotente para resistir los avances de ese desconocido, increíblemente atractivo, que la visita cada noche, envuelto en las sombras. Sus historias sobre la Hermandad la aterran y la fascinan... y su simple roce hace que salte la chispa de un fuego que puede acabar consumiéndoles a los dos.