domingo, 19 de febrero de 2012

Amante Oscuro - Indice - Glosario de términos y nombres propios - Capitulo 1 - Capitulo 2




J. R. Ward

EL AMANTE OSCURO


ÍNDICE:
Glosario de términos y nombres propios
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo



Glosario de términos y nombres propios
Doggen: Miembro de la clase servil en el mundo de los vampiros. Los doggens mantienen las antiguas tradiciones de forma muy ¬rigurosa, y son muy, conservadores en cuestiones relaciona das con el servicio prestado a sus superiores. Sus vestimentas y comportamiento son muy formales. Pueden salir durante el día, pero envejecen relativamente rápido. Su esperanza de vida es de quinientos años aproximadamente.
Las Elegidas: Vampiresas destinadas a servir a la Virgen Escri¬ba. Se consideran miembros de la aristocracia, aunque de una manera más espiritual que temporal. Tienen poca, o ninguna, relación con los machos, pero pueden aparearse con guerreros con objeto de reproducir su especie si así lo dic¬tamina la Virgen Escriba. Tienen la capacidad de prede¬cir el futuro. En el pasado, eran utilizadas para satisfacer las necesidades de sangre de miembros solteros de la Herman¬dad, pero dicha práctica ha sido abandonada por los her¬manos.
Esclavo de sangre: Vampiro hembra o macho que ha sido so¬metido para satisfacer las necesidades de sangre de otros vampiros. La práctica de mantener esclavos de sangre ha caí¬do, en gran medida, en desuso, pero no es ilegal.
Hellren: Vampiro que elige a una hembra como compañera. Los machos pueden tener más de una hembra como compañera.
Hermandad de la Daga Negra: Guerreros vampiros entrena¬dos para proteger a su especie contra la Sociedad Restric¬tiva. Como resultado de una cría selectiva en el interior de la raza, los miembros de la Hermandad poseen una inmen¬sa fuerza física y mental, así como una enorme capacidad para curarse de sus heridas con rapidez. La mayoría no son propiamente hermanos de sangre. Se inician en la Herman¬dad a través de la nominación de uno de sus miembros. Agre¬sivos, autosuficientes y reservados por naturaleza, viven apartados de los humanos y tienen poco contacto con miem¬bros de otras clases, excepto cuando necesitan alimentar¬se. Son objeto de leyendas y muy respetados dentro del mun¬do de los vampiros. Sólo se puede acabar con ellos si se les hiere gravemente con un disparo o una puñalada en el co¬razón.
Leelan: Término cariñoso, que se puede traducir de manera aproximada como «lo que más quiero».
El Ocaso: Reino intemporal donde los muertos se reúnen con sus seres queridos durante toda la eternidad.
El Omega: Malévola figura mística que pretende la extinción de los vampiros a causa de un resentimiento hacia la Virgen Es¬criba. Existe en un reino intemporal y posee grandes po¬deres, aunque no tiene capacidad de creación.
Periodo de Necesidad: Época fértil de las vampiresas. General¬mente dura dos días y va acompañado de unos intensos de¬seos sexuales. Se presenta aproximadamente cinco años después de la transición de una hembra, a partir de ahí, una vez cada década. Todos los machos responden de algún mo¬do si se encuentran cerca de una hembra en periodo de necesidad. Puede ser una época peligrosa, con conflictos y luchas entre machos, especialmente si la hembra no tiene compañero.
Primera Familia: El rey y la reina de los vampiros, y los hijos na¬cidos de su unión.
Princeps: Grado superior de la aristocracia de los vampiros, só¬lo superado por los miembros de la Primera Familia o la Ele¬gida de la Virgen Escriba. El título es hereditario, no puede ser otorgado.
Pyrocant: Se refiere a una debilidad crítica en un individuo. Dicha debilidad puede ser interna, como una adicción, o externa, como un amante.
Restrictor: Miembro de la Sociedad Restrictiva. Se trata de hu¬manos sin alma que persiguen vampiros para exterminarlos. A los restrictores se les debe apuñalar en el pecho para matarlos; de lo contrario, son eternos. No comen ni beben y son impotentes. Con el tiempo, su cabello, su piel y el iris de sus ojos pierden pigmentación hasta convertirse en seres ru¬bios, pálidos y de ojos incoloros. Huelen a talco para bebés. Tras ser iniciados en la Sociedad por el Omega, conservan un frasco de cerámica dentro del cual ha sido colocado su co¬razón después de ser extirpado.
Rythe: Forma ritual de salvar al honor. Lo ofrece alguien que haya ofendido a otro. Si es aceptado, el ofendido elige un ar¬ma y ataca al ofensor, que se presenta ante él sin protección.
Sellan: Vampiresa que se ha unido a un macho tomándolo como compañero. En general, las hembras eligen a un solo compa¬ñero debido a la naturaleza fuertemente territorial de los ma¬chos apareados.
Sociedad Restrictiva: Orden de cazavampiros convocados por el Omega con el propósito de erradicar la especie de los vampiros.
Transición: Momento crítico en la vida de los vampiros, cuando él o ella se convierten en adultos. A partir de ese momento, deben beber la sangre del sexo opuesto para sobrevivir y no pueden soportar la luz solar. Generalmente, sucede a los vein¬ticinco años. Algunos vampiros no sobreviven a su transi¬ción, sobre todo los machos. Antes del cambio, los vampiros son físicamente débiles, sexualmente ignorantes e indiferen¬tes, e incapaces de desmaterializarse.
La Tumba: Cripta sagrada de la Hermandad de la Daga Negra. Usada como sede ceremonial y como almacén de los fras¬cos de los restrictores. Entre las ceremonias allí realizadas se encuentran las iniciaciones, funerales y acciones discipli¬narias contra los hermanos. Nadie puede acceder a ella, excepto los miembros de la Hermandad, la Virgen Escriba o los candidatos a una iniciación.
Vampiro: Miembro de una especie separada del Homo sapiens. Los vampiros tienen que beber sangre del sexo opuesto para sobrevivir. La sangre humana los mantiene vivos, pero su fuerza no dura mucho tiempo. Después de su transición, que generalmente sucede a los veinticinco años, son incapaces de salir a la luz del día y deben alimentarse de la vena regularmente. Los vampiros no pueden «convertir» a los humanos con un mordisco ni con una transfusión sanguínea, aunque, en algunos casos, son capaces de procrear con la otra especie. Pueden desmaterializarse a voluntad, pero tienen que buscar tranquilidad y concentración para conseguirlo, y no pueden llevar consigo nada pesado. Son capaces de borrar los re¬cuerdos de las personas, siempre que sean a corto plazo. Al¬gunos vampiros son capaces de leer la mente. Su esperanza de vida es superior a mil años, y en algunos casos incluso más.
La Virgen Escriba: Fuerza mística consejera del rey, guardiana de los archivos vampíricos y encargada de otorgar privilegios. Existe en un reino intemporal y posee grandes poderes. Capaz de un único acto de creación, que empleó para dar exis¬tencia a los vampiros.

Capítulo 1
Darius miró a su alrededor en el club, y se dio cuenta, por primera vez, de la multitud de personas semidesnudas que se contorsionaban en la pista de baile. Aquella noche, Screamer's estaba a rebosar, repleto de mujeres vestidas de cuero y hombres con aspecto de haber cometido varios crímenes violentos.
Darius y su acompañante encajaban a la perfección. Con la salvedad de que ellos eran asesinos de verdad. -¿Realmente piensas hacer eso? -le preguntó Tohrment. Darius dirigió su mirada hacia él. Los ojos del otro vampiro se encontraron con los suyos.
-Sí. Así es.
Tohrment bebió un sorbo de su whisky escocés. Una son¬risa lúgubre asomó a su rostro, dejando entrever, fugazmente, las puntas de sus colmillos.
-Estás loco, D.
-Tú deberías comprenderlo. Tohrment inclinó su vaso con elegancia.
-Pero estás yendo demasiado lejos. Quieres arrastrar con¬tigo a una chica inocente, que no tiene ni idea de lo que está su¬cediendo, para someterla a su transición en manos de alguien como Wrath. Es una locura.
-Él no es malo..., a pesar de las apariencias. --Darius ter¬minó su cerveza-. Y deberías mostrarle un poco de respeto.
-Lo respeto profundamente, pero no me parece buena idea.
-Lo necesito. -¿Estás seguro de eso?
Una mujer con una minifalda diminuta, botas hasta los muslos y un top confeccionado con cadenas pasó junto a su me¬sa. Bajo las pestañas cargadas de rímel, sus ojos brillaron con un incitante destello, mientras se contoneaba como si sus caderas tu¬vieran una doble articulación.
Darius no prestó atención. No era sexo lo que tenía en mente esa noche.
-Es mi hija, Tohr.
-Es una mestiza, D. Ya sabes lo que él piensa de los hu¬manos. -Tohrment movió la cabeza-. Mi tatarabuela lo era, no me ves precisamente alardeando de eso ante él.
Darius levantó la mano para llamar a la camarera y seña¬ló su botella vacía y el vaso de Tohrment.
-No dejaré que muera otro de mis fijos, Y menos si hay una posibilidad de salvarla. De cualquier modo, ni siquiera es¬tamos seguros de que vaya a cambiar. Podría acabar viviendo una vida feliz, sin enterarse jamás de mi condición, No sería la primera vez que sucede.
Tenía la esperanza de que su hija se librara de aquella ex¬periencia. Porque si pasaba por la transición y sobrevivía conver¬tida en vampiresa, la perseguirían para cazarla, como a todos ellos.
-Darius, si él se compromete a hacerlo, será porque está en deuda contigo. No porque lo desee.
-Lo convenceré.
-¿Y cómo piensas enfocar el problema? Puedes acercar¬te por las buenas a tu hija y decirle: «Oye, va sé que nunca me has visto, pero soy tu padre. Ah, ¿y sabes algo más? Has ganado el premio gordo en la lotería de la evolución: eres una vampiresa. ¡Vámonos a Disneylandia!
-En este momento te odio.
Tohrment se inclinó hacia delante; sus gruesos hombros se movieron bajo la chaqueta de cuero negro.
-Sabes que te apoyo, pero pienso que deberías reconsi¬derarlo. -Hubo una incómoda pausa-. Tal vez yo pueda en¬cargarme de ello.
Darius le lanzó una fría mirada.
-¿Y crees que podrás regresar tranquilamente a tu casa después? Wellsie te clavaría una estaca en el corazón. , y te dejaría secar al sol, amigo mío.
Tohrment hizo una mueca de desagrado. -Buen argumento.
-Y luego vendría a por mí. -Ambos machos se estre¬mecieron-. Además... -Darius se echó hacia atrás cuando la ca¬marera les sirvió las bebidas. Esperó a que se marchara, aunque el rap sonaba estruendosamente a su alrededor, amortiguando cualquier conversación-. Además, son tiempos difíciles. Si algo me sucediera...
-Yo cuidaré de ella.
Darius dio una palmada en el hombro a su amigo. -Sé que lo harás.
-Pero Wrath es mejor. -No había ni un atisbo de celos en su comentario. Sencillamente, era verdad.
-No hay otro como él.
--Gracias -a Dios -dijo Tohrment, esbozando una media sonrisa.
Los miembros de su Hermandad, un cerrado círculo de guerreros fuertemente unidos que intercambiaban información y luchaban juntos, eran de la misma opinión. Wrath era un torrente de furia en asuntos de venganza, y cazaba a sus enemigos con una obsesión que rayaba en la demencia. Era el último de su estirpe, el único vampiro de sangre pura que quedaba sobre el planeta, y aunque su raza lo veneraba como a un rey, él despre¬ciaba su condición.
Era casi trágico que él fuera la mejor opción de supervi¬vencia que tenía la hija mestiza de Darius. La sangre de Wrath, tan fuerte, tan pura, aumentaría sus probabilidades de superar la transición si ésta le causaba algún daño. Pero Tohrment no se equivocaba. Era como entregarle una virgen a una bestia.
De repente, la multitud se desplazó, amontonándose unos contra otros, dejando paso a alguien. O a algo.
-Maldición. Ahí viene -farfulló Tohrment. Agarró su vaso y bebió de un trago hasta la última gota de su escocés- No te ofendas, pero me largo. No quiero participar en esta conver¬sación.
Darius observó cómo aquella marea humana se dividía pa¬ra apartarse del camino de una imponente sombra oscura que so¬bresalía por encima de todos ellos. El instinto de huir era un buen reflejo de supervivencia.
Wrath medía un metro noventa y cinco de puro terror ves¬tido de cuero. Su cabello, largo y negro, caía directamente des¬de un mechón en forma de M sobre la frente. Unas grandes gafas de sol ocultaban sus ojos, que nadie había visto jamás. Sus hombros tenían el doble del tamaño que los de la mayoría de los machos. Con un rostro tan aristocrático como brutal, parecía el rey que en realidad era por derecho propio y el guerrero en que el destino lo había convertido.
Y la oleada de peligro que le precedía era su mejor carta de presentación.
Cuando el gélido odio llegó hasta Darius, éste agarró su cerveza y bebió un largo sorbo.
Realmente esperaba estar haciendo lo correcto.
Beth Randall miró hacia arriba cuando su editor apoyó la cadera sobre el escritorio. Sus ojos estaban clavados en el escote de Beth. -¿Trabajando hasta tarde otra vez? -murmuró. -Hola, Dick.
¿No deberías estar ya en casa con tu mujer y tus dos hijos?, agregó mentalmente.
-¿Qué estás haciendo? -Redactando un artículo para Tom-. -¿Sabes? Hay otras formas de impresionarme. Sí, ya se lo imaginaba.
-¿Has leído mi e-mail, Dick? Fui a la comisaría de poli¬cía esta tarde y hablé con José y Ricky. Me han asegurado que un traficante de armas se ha trasladado a esta ciudad. Han encontrado dos Mágnum manipuladas en manos de unos traficantes de drogas.
Dick estiró el brazo para darle una palmadita en el hom¬bro, acariciándolo antes de retirar la mano.
-Tú sigue trabajando en las pequeñeces. Deja que los chi¬cos grandes se preocupen de los crímenes violentos. No quisiéramos que le sucediera algo a esa cara tan bonita.
Sonrió, entrecerrando los ojos mientras su mirada se de¬tenía en los labios de la chica.
Esa rutina de mirarla fijamente duraba ya tres años, pen¬só ella, desde que había empezado a trabajar para él.
Una bolsa de papel. Lo que necesitaba era una bolsa de papel para ponérsela sobre la cabeza cada vez que hablaba con él. Tal vez con la fotografía de la señora Dick pegada a ella. -¿Quieres que te lleve a tu casa? -preguntó.
Sólo si cayera una lluvia de agujas y clavos, pedazo de simio.
-No, gracias. -Beth se giró hacia la pantalla de su orde¬nador con la esperanza de que él entendiera la indirecta.
Al fin, se alejó, probablemente en dirección al bar del otro lado de la calle, en donde se reunían la mayoría de los reporteros antes de irse a su casa. Caldwell, Nueva York, no era precisamente un semillero de oportunidades para un periodista, pero a los «chi¬cos grandes» de Dick les gustaba aparentar que llevaban una vida social muy agitada. Disfrutaban reuniéndose en el bar de Charlie a soñar con los días en que trabajaran en periódicos más grandes e importantes. La mayor parte de ellos eran como Dick: hombres de mediana edad, del montón, competentes, pero lo que hacían estaba lejos de ser extraordinario. Caldwell era lo suficientemente gran¬de y estaba muy próxima a la ciudad de Nueva York para contar con suficientes crímenes violentos, redadas por drogas y prostitu¬ción que los mantuvieran ocupados. Pero el Caldwell Courier Jour¬nal no era el Times, y ninguno de ellos ganaría jamás un Pulitzer. Era algo deprimente.
Sí, bueno, mírate al espejo, pensó Beth. Ella era sólo una reportera de base. Ni siquiera había trabajado nunca en un pe¬riódico de tirada nacional. Así que, cuando tuviera cincuenta y tantos, o las cosas cambiaban mucho o tendría que trabajar para un periódico independiente redactando anuncios por palabras y vanagloriándose de sus días en el Caldwell Courier Journal.
Estiró la mano para alcanzar la bolsa de M&M que había estado guardando. Aquella maldita estaba vacía. De nuevo.
Tal vez debiera irse a casa y comprar algo de comida chi¬na para llevar.
Mientras se dirigía a la salida de la redacción, que era un espacio abierto dividido en cubículos por endebles tabiques gri¬ses, se encontró con el alijo de chocolatinas de su amigo Tony. Tony comía todo el tiempo. Para él no existía desayuno, comida y cena. Consumir era una proposición binaria. Si estaba despier-to, tenía que llevarse algo a la boca, y para mantenerse aprovi¬sionado, su mesa era un cofre del tesoro de perversiones con alto contenido en calorías.
Sacó el papel y saboreó con fricción la chocolatina mien¬tras apagaba las luces y bajaba la escalera que conducía a la calle Trade. En el exterior, el calor de julio parecía comportarse como una barrera física entre ella y su apartamento. Doce manzanas completas de calor y humedad. Por fortuna, el restaurante chino estaba a medio camino de su casa y contaba con un excelente ai¬re acondicionado. Con algo de suerte, estarían muy ocupados esa noche, y ella tendría oportunidad de esperar un rato en aquel am¬biente fresco.
Cuando terminó el chocolate, abrió la tapa de su teléfono, pulsó la marcación rápida e hizo un pedido de carne con brécol. A medida que avanzaba, los lúgubres y conocidos lugares iban apareciendo ante ella. A lo largo de ese tramo de la calle Trade, sólo había bares, clubs de strip-tease y negocios de tatuajes. Los dos únicos restaurantes eran el chino y uno mexicano. El resto de los edificios, que habían sido utilizados como oficinas en los años veinte cuando el centro de la ciudad era una zona próspera, estaban vacíos. Conocía cada grieta de la acera; sabía de memo¬ria la duración de los semáforos. Y los sonidos entremezclados que se oían a través de las puertas y ventanas abiertas tampoco le resultaban sorprendentes.
En el bar de McGrider sonaba música de blues; de la puer¬ta de cristal del Zero Sum salían gemidos de techo; y las máqui¬nas de karaoke estaban a todo volumen en Ruben's. La mayoría eran sitios dignos de confianza, pero había un par de ellos de los que prefería mantenerse alejada, sobre todo Screamer's, que tenía una clientela verdaderamente tenebrosa. Aquella era una puerta que nunca cruzaría a menos que tuviera una escolta po¬licial.
Mientras calculaba la distancia hasta el restaurante chino, sintió una oleada de agotamiento. Dios, qué humedad. El aire es¬taba tan denso que le dio la impresión de que estaba respirando a través de agua.
Tuvo la sensación de que aquel cansancio no era debido únicamente al tiempo. Durante las últimas semanas no había dor¬mido muy bien, y sospechaba que se hallaba al borde de una de presión. Su empleo no la llevaba a ninguna parte, vivía en un lu¬gar que le importaba un comino, tenía pocos amigos, no tenía amante y ninguna perspectiva romántica. Si pensaba en su futu¬ro, se imaginaba diez años más tarde estancada en Caldwell con Dick y los chicos grandes, siempre inmersa en la misma rutina: levantarse, ir al trabajo, intentar hacer algo novedoso, fracasar y regresar a casa sola.
Tal vez necesitase un cambio. Irse de Caldwell y del Cald¬well Courier Journal. Alejarse de aquella especie de familia elec¬trónica conformada por su despertador, el teléfono de su escritorio y el televisor que mantenía alejados sus sueños mientras dormía.
No había nada que la retuviese en la ciudad salvo la cos¬tumbre. No había hablado con ninguno de sus padres adopti¬vos durante varios años, así que no la echarían de menos. Y los nuevos amigos que tenía estaban ocupados con sus propias fa¬milias.
Al escuchar un silbido lascivo detrás de ella, entornó los ojos. Ése era el problema de trabajar cerca de una zona como aquélla. A veces, se encontraba con algún que otro acosador.
Luego llegaron los requiebros, y a continuación, como era de esperar, dos sujetos cruzaron la calle para colocarse detrás de ella. Miró a su alrededor. Estaba alejándose de los bares en dirección al largo tramo de edificios vacíos que había antes de los restaurantes. La noche era nublada y oscura, pero por lo menos había farolas y, de vez en cuando, pasaba algún coche.
-Me gusta tu cabello negro -dijo el más grande mien¬tras adaptaba su paso al de ella-. ¿Te importa si lo toco?
Beth sabía que no podía detenerse. Parecían chicos de al¬guna fraternidad universitaria en vacaciones de verano, pero no quería correr ningún riesgo. Además, el restaurante chino estaba a sólo cinco manzanas.
De todos modos, buscó en su bolso su spray de pimienta. -¿Quieres que te lleve a alguna parte? -preguntó de nue¬vo el mismo muchacho-. Mi coche no está lejos. En serio, ¿por qué no vienes con nosotros? Podemos montar todos.
Sonrió abiertamente e hizo un guiño a su amigo, como si con aquella charla melosa fuera a llevarla a la cama instantánea¬mente. El compinche se rió y la rodeó, su ralo cabello rubio sal¬taba a cada paso que daba.
-¡Sí, montémosla! -dijo el rubio. Maldición, ¿dónde estaba el spray?
El grande estiró la mano, tocándole el cabello, y ella lo mi¬ró detenidamente. Con su polo y sus pantalones cortos de color caqui, era realmente bien parecido. Un verdadero producto ame¬ricano.
Cuando él le sonrió, ella aceleró el paso, concentrándose en el tenue brillo de neón del cartel del restaurante chino. Rezó para que pasara algún transeúnte, pero el calor había ahuyenta do a los peatones hacia los locales con aire acondicionado. No había nadie alrededor.
-¿Quieres decirme tu nombre? -preguntó el producto americano.
Su corazón empezó a latir con tuerza. Había olvidado el spray en el otro bolso.
-Voy a escoger un nombre para ti. Déjame pensar... ¿Qué te parece «gatita»?
El rubio soltó una risita.
Ella tragó saliva y sacó su móvil, por si necesitaba llamar al 911.
Conserva la calma. Mantén el control.
Imaginó lo bien que se sentiría cuando entrara en el res¬taurante chino y se viera rodeada por la ráfaga de aire acondicio¬nado. Quizá debía esperar y llamar un taxi, sólo para estar se¬gura de llegar a casa sin que la molestaran.
-Vamos, gatita -susurró el producto americano-. Sé que te va a gustar.
Sólo tres manzanas más...
En el instante en que bajó el bordillo de la acera para cru¬zar la calle Diez, él hombre la sujetó por la cintura. Sus pies que¬daron colgando en el aire, y mientras la arrastraba hacia atrás, le cubrió la boca con la palma de la mano. Beth luchó como una po¬sesa, pateando y lanzando puñetazos, y cuando acertó a propi¬narle un buen golpe en un ojo, logró zafarse. Intentó alejarse lo más rápidamente posible, taconeando con fuerza sobre el pavimento, mientras el aliento se agolpaba en su garganta. Un coche pasó por la calle Diez, y ella gritó en cuanto vio el destello de los faros.
Pero entonces el hombre la sujetó de nuevo.
-Vas a rogarme, perra- dijo a su oído, tapándole la bo¬ca con una mano. Le sacudió el cuello de un lado a otro, y la arras¬tró hacia una zona más oscura. Podía oler su sudor y la colonia de universitario que usaba, a medida que escuchaba las estri¬dentes risotadas de su amigo.
Un callejón. La estaban llevando a un callejón.
Sintió arcadas, la bilis le cosquilleaba en la garganta. Sacu¬dió el cuerpo furiosamente, tratando de liberarse. El pánico le da¬ba fuerzas, pero él era más fuerte.
La empujó detrás de un contenedor de basura y presionó su cuerpo contra el de ella. Ésta le asestó otros cuantos codazos y puntapiés.
-¡Maldita sea, sujétale los brazos!
Consiguió darle al rubio una buena patada en el mentón antes de que le agarrara las muñecas y las levantara por encima de su cabeza.
-Vamos, perra, esto te va a gustar -gruñó el producto americano, tratando de introducir una rodilla entre las piernas de la chica.
Le colocó la espalda contra la pared de ladrillo del edifi¬cio, manteniéndola inmóvil por la garganta. Tuvo que usar la otra mano para desgarrarle la blusa, y tan pronto le dejó la boca libre, empezó a gritar. La abofeteó con fuerza, rompiéndole el labio. Sintió el sabor de la sangre en la lengua y, un dolor punzante. -Si haces eso de nuevo, te cortaré la lengua. -Los ojos del hombre hervían de odio y lujuria mientras levantaba el enca¬je blanco del sujetador para dejar expuestos sus senos-. Diablos, creo que lo haré de todos modos.
-Oye, ¿son de verdad? -preguntó el rubio, como si ella fuera a responderle.
Su compañero le cogió uno de los pezones y dio un tirón. Beth hizo una mueca de dolor, las lágrimas nublaron sus ojos. O quizás estaba perdiendo la vista porque estaba a punto de des¬mayarse.
El producto americano rió.
-Creo que son naturales. Pero podrás averiguarlo tú mis¬mo cuando termine yo.
Al escuchar al rubio reír tontamente, algo en el interior de su cerebro entró en acción y se negó a dejar que aquello sucediera. Se obligó a sí misma a dejar de forcejear y recurrir a su entrenamiento de defensa personal. Excepto por la agitada respiración, su cuerpo quedó inmóvil, y el producto americano tardó un minu¬to en notarlo.
-¿Quieres jugar por las buenas? -dijo, mirándola con suspicacia. -Ella asintió lentamente-. Bien. -Se inclinó, acer¬cando la nariz a la suya. Beth luchó para no apartarse, asqueada por el fétido olor a cigarrillo rancio y cerveza-. Pero si gri¬tas otra vez, te coso a puñaladas. ¿Entiendes? -Ella asintió de nuevo-. Suéltala.
El rubio le soltó las muñecas y se rió, moviéndose alre¬dedor de ambos como si buscara el mejor ángulo para observar. Su compañero le acarició ásperamente la piel, y ella tuvo que hacer un enorme esfuerzo para conservar la chocolatina de Tony en el estómago cuando sintió las náuseas subiendo por su garganta. Aunque le repugnaban aquellas manos oprimiendo sus senos, estiró la mano buscando su bragueta. Aún la sujetaba por el cuello, y ella tenía problemas para respirar, pero en el momento en que tocó sus genitales, él gimió, aflojando la presa.
Con un enérgico apretón, Beth le aferró los testículos, re¬torciéndolos tan fuerte como pudo, y le propinó un rodillazo en la nariz mientras él se derrumbaba. Un torrente de adrenalina atravesó su cuerpo, y durante una décima de segundo deseó que el amigo la atacara en lugar de quedarse mirándola estúpidamente. -¡Bastardos! -les gritó.
Beth salió corriendo del callejón, sujetándose la blusa, sin detenerse hasta llegar a la puerta de su edificio de apartamen¬tos. Sus manos temblaban con tanta fuerza que le costó trabajo introducir la llave en la cerradura. Y sólo cuando se encontró an¬te el espejo del baño se percató de que rodaban lágrimas por sus mejillas.
Butch O’Neal levantó la vista cuando sonó la radio bajo el salpicadero de su coche patrulla sin distintivos. En un callejón no lejos de allí, un hombre se encontraba tirado en el suelo, pe¬ro vivo.
Butch miró su reloj. Eran poco más de las diez, lo que sig¬nificaba que la diversión acababa de comenzar. Era un viernes por la noche de comienzos de julio, y los universitarios acababan de comenzar sus vacaciones y estaban ansiosos por competir en las Olimpiadas de la Estupidez. Imaginó que el sujeto había sido asaltado o que le habían dado una lección.
Esperaba que fuera lo segundo.
Butch tomó el auricular y dijo al operador que acudiría a la llamada, aunque era detective de homicidios, no patrullero. Es¬taba trabajando en dos casos en ese momento, un ahogado en el Río Hudson y una persona arrollada por un conductor que se ha¬bía dado a la fuga, pero siempre había sitio para alguna cosa más. Cuanto más tiempo pasara fuera de su casa, mejor. Los platos su¬cios en el fregadero y las sábanas arrugadas sobre la cama no iban a echarlo de menos.
Encendió la sirena y pisó el acelerador mientras pensaba: Veamos qué les ha pasado a los chicos del verano.


Capítulo 2
A medida que atravesaba Scramer's, Wrath esbozó una despectiva sonrisa mientras la multitud tropezaba en¬tre sí para apartarse de su camino. De sus poros emanaba miedo y una curiosidad morbosa y lujuriosa. El vampiro inhaló el féti¬do olor.
Ganado. Todos ellos.
A pesar de llevar las gafas oscuras, sus ojos no pudieron soportar las tenues luces, y tuvo que cerrar los párpados. Su vis¬ta era tan mala que se encontraba mucho más cómodo en total oscuridad. Concentrándose en su oído, esquivó los cuerpos en-tre los compases de la música, aislando el arrastrar de pies, el susurro de palabras, el sonido de algún vaso estrellándose contra el suelo. Si tropezaba con algo, no le importaba. Daba igual de lo que se tratase: una silla, una mesa, un humano..., simplemente pa¬saba por encima de lo que fuese.
Notó la presencia de Darius claramente porque el suyo era el único cuerpo de aquel maldito sitio que no apestaba a pánico. Aunque el guerrero estuviese al límite esa noche.
Wrath abrió los ojos cuando estuvo frente al otro vampi¬ro. Darius era un bulto informe, su color oscuro y su ropa ne¬gra eran lo único que la vista de Wrath conseguía apreciar.
-¿Adónde ha ido Tohrment? -preguntó al sentir un eflu¬vio de whisky escocés.
Wrath se sentó en una silla. Miró fijamente al frente y ob¬servó a la multitud ocupando de nuevo el espacio que él había abierto entre ellos.
Esperó.
Darius se distinguía por no andarse por las ramas y sabía que Wrath no soportaba que le hicieran perder el tiempo. Si guar¬daba silencio, era porque algo ocurría.
Darius bebió un sorbo de su cerveza, luego respiró con fuerza.
-Gracias por venir, mi señor...
-Si quieres algo de mí, no empieces con eso -dijo Wrath con voz cansina, advirtiendo que una camarera se les aproxima¬ba. Pudo percibir unos pechos grandes y una franja de piel en¬tre la ajustada blusa y la corta falda.
-¿Quieren algo de beber? -preguntó ella lentamente. Estuvo tentado de sugerir que se acostara sobre la mesa y le dejara beber de su yugular. La sangre humana no lo manten¬dría vivo mucho tiempo, pero con toda seguridad tendría mejor sabor que el alcohol aguado.
-Ahora no -dijo.
Su hermética sonrisa espoleó la ansiedad de ella causán¬dole, al mismo tiempo, una ráfaga de deseo. Él pudo notar ese aroma en los pulmones.
No estoy interesado, pensó.
La camarera asintió, pero no se movió. Se quedó allí, mi¬rándolo fijamente, con su corto cabello rubio formando un ha¬lo en la oscuridad alrededor de su rostro. Embelesada, parecía haber olvidado su propio nombre y su trabajo.
Y qué molesto le resultaba aquello. Darius se revolvió impaciente.
-Eso es todo -murmuró-. Estamos bien.
Cuando la muchacha se alejó, perdiéndose entre la mul¬titud, Wrath escuchó a Darius aclararse la garganta.
-Gracias por venir. -Eso va lo has dicho. -Sí. Claro. Eh... nos conocemos hace tiempo. -Así es.
-Hemos luchado juntos muchas veces. Hemos elimina¬do a montones de restrictores.
Wrath asintió. La Hermandad de la Daga Negra había pro¬tegido la raza contra la Sociedad Restrictiva durante generacio¬nes. Estaban Darius, Tohrment y los otros cuatro. Los hermanos eran superados en número por los restrictores, humanos sin al¬ma que servían a un malvado amo, el Omega. Pero Wrath, sus guerreros se las arreglaban para proteger a los suyos.
Darius carraspeó de nuevo. -Después de todos estos años...
-D, ve al grano. Marissa me necesita para un pequeño asunto esta noche.
-¿Quieres utilizar mi casa otra vez? Sabes que no permi¬to que nadie más se quede en ella. -Darius dejó escapar una ri¬sa incómoda-. Estoy seguro de que su hermano preferiría que no aparecieras por su casa.
Wrath cruzó los brazos sobre el pecho, empujando la me¬sa con una bota para tener un poco más de espacio.
Le importaba un comino que el hermano de Marissa fuera demasiado sensible y se sintiera ofendido por la vida que Wrath lle¬vaba. Havers era un esnob y un diletante cuya insensatez sobrepasaba todos los límites. Era totalmente incapaz de entender la clase de enemigos que tenía la raza y lo que costaba defender a sus miembros. Y sólo porque el muchacho se sentía ofendido, Wrath no iba a jugar al caballero mientras asesinaban a civiles. Él tenía que estar en el campo de batalla con sus guerreros, no ocupando un trono. Havers podía irse a paseo.
Aunque Marissa no tenía por qué soportar la actitud de su hermano.
-Quizás acepte tu oferta. -Bien.
-Ahora habla. -Tengo una hija. Wrath giró lentamente la cabeza. -¿Desde cuándo?
-Desde hace algún tiempo. -¿Quién es la madre?
-No la conoces. Y ella..., ella murió.
La pena de Darius se esparció a su alrededor con un acre olor a dolor antiguo que se superpuso al hedor a sudor huma¬no, alcohol y sexo del club.
-¿Qué edad tiene? -exigió saber Wrath. Empezaba a presentir hacia donde se encaminaba aquel asunto. -Veinticinco.
Wrath susurró una maldición.
-No me lo pidas a mí, Darius. No me pidas que lo haga. -Tengo que pedírtelo. Mi señor, tu sangre es... -Llámame así otra vez y tendré que cerrarte la boca. Pa¬ra siempre.
-No lo entiendes. Ella es...
Wrath empezó a levantarse. La mano de Darius sujetó su antebrazo y lo soltó rápidamente.
-Es medio humana. -Por Dios...
-Es posible que no sobreviva a la transición. Escucha, si tú la ayudas, por lo menos tendrá una oportunidad. Tu sangre es muy fuerte, aumentaría sus probabilidades de sobrevivir al cambio siendo una mestiza. No te estoy pidiendo que la tomes como shellan, ni que la protejas, porque, yo puedo hacerlo. Sólo estoy tratando de... Por favor. Mis otros hijos han muerto. Ella es lo único que quedará de mí. Y yo... amé mucho a su madre.
Si hubiera sido cualquier otro, Wrath habría usado su fra¬se favorita: Vete a la mierda. Por lo que a él concernía, sólo ha¬bía dos buenas posturas para un humano. Una hembra, sobre su espalda. Y un macho, boca abajo y sin respirar.
Pero Darius era casi un amigo. O lo habría sido, si Wrath le hubiera permitido acercársele.
Cuando se levantó, cerró los ojos con fuerza. El odio lo embargaba concentrándose en el centro de su pecho. Se despre¬ció a sí mismo por marcharse de allí, pero simplemente no era la clase de macho que ayudara a cualquier pobre mestizo a sopor¬tar un momento tan doloroso y peligroso. La cortesía y la piedad no eran palabras que formasen parte de su vocabulario.
-No puedo hacerlo. Ni siquiera por ti.
La angustia de Darius lo golpeó como una gran oleada, y Wrath se tambaleó ante la fuerza de semejante emoción. Enton¬ces, apretó el hombro del vampiro.
-Si en verdad la amas, hazle un favor: pídeselo a otro. Wrath se dio la vuelta y salió del local. De camino a la puerta borró la imagen de sí mismo de la corteza cerebral de todos los humanos que había en el lugar. Los más fuertes pensarían que lo habían soñado. Los débiles ni siquiera lo recordarían.
Al salir a la calle, se dirigió a un rincón oscuro detrás de Scramer's para poder des materializarse. Pasó junto a una mujer que le hacía una mamada a un sujeto entre las sombras. A escasos metros, un vagabundo borracho dormitaba en el suelo y, un traficante de drogas discutía por el móvil el precio del crack. Wrath supo de inmediato que lo seguían y quién era. El dulce olor a talco para bebés lo delataba sin remedio.
Sonrió ampliamente, abrió su chaqueta de cuero y sacó uno de sus hira shuriken. La estrella arrojadiza de acero inoxi¬dable se acomodaba perfectamente a la palma de su mano. Casi cien gramos de muerte preparados para salir volando.
Con el arma en la mano, Wrath no alteró el paso, aunque su deseo era ocultarse rápidamente en la oscuridad. Estaba an¬sioso por pelear después de dejar plantado a Darius, y aquel miembro de la Sociedad Restrictiva había llegado en el momen¬to justo.
Matar a un humano sin alma era precisamente lo que ne¬cesitaba para mitigar su malestar.
A medida que atraía al restrictor a la densa oscuridad, el cuerpo de Wrath se iba preparando para la lucha, su corazón la¬tía pausadamente, los músculos de sus brazos y muslos se contrajeron. Percibió el ruido de un arma siendo amartillada y cal¬culó la dirección del proyectil. Apuntaba a la parte trasera de su cabeza.
Con un rápido movimiento, giró sobre sí mismo en el mo¬mento en que la bala salía del cañón. Se agachó y lanzó la estre¬lla, que con un destello plateado comenzó a trazar un arco mortífero. Acertó al restrictor exactamente en el cuello, cercenándole la garganta antes de continuar su camino hacia la oscuridad. La pistola cayó al suelo, chocando ruidosamente contra el pavimento.
El restrictor se sujetó el cuello con ambas manos y cayó de rodillas.
Wrath se aproximó a él, le revisó los bolsillos y se guar¬dó la cartera y el teléfono que llevaba.
Luego sacó un largo cuchillo negro de una funda que lle¬vaba en el pecho. Sentía que la lucha no hubiera durado más, pero a juzgar por el cabello oscuro y rizado y el ataque relativamente torpe, se trataba de un novato. Con un rápido empujón, puso al restrictor boca arriba, arrojó el cuchillo al aire, y aferró la empu-ñadura con un rápido giro de muñeca. La hoja se hundió en la carne, atravesó el hueso y llegó hasta el negro vacío donde ha¬bía estado el corazón.
Con un sonido apagado, el restrictor se desintegró en un destello de luz.
Wrath limpió la hoja en sus pantalones de cuero, la desli¬zó dentro de la funda y se puso de pie, mirando a su alrededor. Acto seguido, se desmaterializó.
Darius bebió una tercera cerveza. Una pareja de fanáticos del es¬tilo gótico se aproximó a él, buscando una oportunidad de ayu¬darlo a olvidar sus problemas. Él rechazó la invitación.
Salió del bar y se encaminó hacia su BMW 6501 aparcado en el callejón de detrás del club. Como cualquier vampiro que se precie, él podía des materializarse a voluntad y atravesar grandes distancias, pero era un truco difícil de ejecutar si se cargaba con algo pesado. Y no era algo que uno quisiera hacer en público. Además, un coche elegante siempre era digno de admira¬ción.
Subió al automóvil y cerró la puerta. Del cielo empeza¬ron a caer gotas de lluvia, manchando el parabrisas como gruesas lágrimas.
No había agotado sus opciones. La charla sobre el her¬mano de Marissa lo había dejado pensativo. Havers era un mé¬dico totalmente entregado a la raza. Quizás él pudiera ayudarle. Ciertamente, valía la pena intentarlo.
Ensimismado en sus pensamientos, Darius introdujo la llave en el contacto y la hizo girar. El encendido hizo un sonido ronco. Giró la llave de nuevo, y en el instante en que escuchó un rítmico tictac, tuvo una terrible premonición.
La bomba, que había sido acoplada al chasis del coche y conectada al sistema eléctrico, explotó.
Mientras su cuerpo ardía con un estallido de calor blanco, su último pensamiento fue para la hija que aún no lo conocía. Y que ya nunca lo haría.

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