sábado, 10 de marzo de 2012

Amante Oscuro - Capitulo 7 - Capitulo 8

Hoy no hay foto porque no tengo mi Pen Drive encima y no quiero ir a buscarlo pero prometo una foto de mi forma de ver a Beth


Capítulo 7
Mientras el señor X cruzaba el aparcamiento y se di¬rigía a la Academia de Artes Marciales de Caldwell, captó el aroma del Dunkin Donuts al otro lado de la calle. Ese olor, ese sublime y denso aroma a harina, azúcar y aceite ca¬liente, impregnaba el aire matutino. Miró hacia atrás y vio a un hombre salir con dos cajas de color blanco y rosa bajo el bra¬zo y un enorme vaso de plástico con café en la otra mano.
Ésa sería una manera muy agradable de iniciar la maña¬na, pensó el señor X.
Subió a la acera que se extendía bajo la marquesina roja y dorada de la academia. Se detuvo un momento, se inclinó y re¬cogió un vaso de plástico desechado. Su anterior dueño había tenido cuidado de dejar un poco de soda en el fondo para apagar en él sus cigarrillos. Arrojó la desagradable mezcla al contenedor de basura y abrió el seguro de las puertas de la academia.
La noche anterior, la Sociedad Restrictiva se había marca¬do un tanto en la guerra, y él había sido el artífice de semejante hazaña. Darius había sido un líder vampiro, miembro de la Her¬mandad de la Daga Negra. Todo un endiablado trofeo.
Era una maldita pena que no hubiera quedado nada del ca¬dáver para colocarlo sobre una pared, pero la bomba del señor X había hecho el trabajo a la perfección. Él se encontraba en su casa escuchando la frecuencia de la policía cuando llegó el informe. La operación había salido tal como había planeado, per¬fectamente ejecutada, perfectamente anónima.
Perfectamente mortífera.
Trató de recordar la última vez que un miembro de la Her¬mandad había sido eliminado. Con seguridad, mucho antes de que él pasara a formar parte de la Sociedad, hacía algunas décadas. Y había esperado unas palmaditas en la espalda, no seme¬jantes elogios. Se había figurado incluso que le darían más com¬petencias, quizás una ampliación de su área de influencia, tal vez un radio geográfico de actuación más extenso.
Pero la recompensa..., la recompensa había sido mayor de lo esperado.
El Omega lo había visitado una hora antes del amanecer y le había conferido todos los derechos y privilegios como restric¬tor jefe.
Líder de la Sociedad Restrictiva.
Era una responsabilidad extraordinaria. Y exactamente lo que el señor X siempre había deseado.
El poder que le habían concedido era la única alabanza que le interesaba.
Se dirigió a su oficina a grandes zancadas. Las primeras cla¬ses comenzarían a las nueve. Tenía todavía suficiente tiempo para perfilar algunas de las nuevas reglas que debían acatar sus subor¬dinados en la Sociedad.
Su primer impulso, una vez que el Omega se hubo mar¬chado, fue enviar un mensaje, pero eso no habría sido sensato. Un líder organizaba sus pensamientos antes de actuar; no se apresuraría a subir al pedestal para ser adorado. El ego, después de to¬do, era la raíz de todo mal.
Por eso, en lugar de alardear como un imbécil, había sali¬do al jardín para sentarse a observar el césped que había detrás de su casa. Ante el incipiente resplandor del amanecer, había repasado los puntos fuertes y las debilidades de su organización, per¬mitiendo que su instinto le mostrara el camino para encontrar un equilibrio entre ambos. Del laberinto de imágenes y pensamientos habían surgido varias normas a seguir, N- el futuro se fue clarifi¬cando.
Ahora, sentado detrás de su escritorio, escribió la con¬traseña de la página web protegida de la Sociedad y allí dejó claro que se había producido un cambio de liderazgo. Ordenó a to¬dos los restrictores acudir a la academia a las cuatro, esa misma tarde, sabiendo que algunos tendrían que viajar, pero ninguno estaba a una distancia de más de ocho horas en coche. El que no asistiera sería expulsado de la Sociedad y perseguido como un perro.
Reunir a los restrictores en un solo lugar era raro. En aquel momento su número oscilaba entre cincuenta y sesenta miem¬bros, dependiendo de la cantidad de bajas que la Hermandad lo graba en una noche y el número de los nuevos reclutas que po¬dían ser enrolados en el servicio. Los miembros de la Sociedad se encontraban todos en Nueva Inglaterra y sus alrededores. Es¬ta concentración en el noreste de Estados Unidos se debía al predominio de vampiros en la zona. Si la población se traslada¬ba, también lo hacía la Sociedad.
Como había sucedido durante generaciones.
El señor X era consciente de que convocar a los restric¬tores en Caldwell para una reunión resultaba de vital importan¬cia. Aunque conocía a la mayoría de ellos, y a algunos bastante bien, necesitaba que ellos lo vieran, lo escucharan y lo calibraran, en especial si iba a cambiar sus objetivos.
Convocar la reunión a la luz del día también era impor¬tante, ya que eso garantizaba que no serían sorprendidos por la Hermandad. Y ante sus empleados humanos, fácilmente podía hacerla pasar por un seminario de técnicas de artes marciales. Se congregarían en la gran sala de conferencias del sótano y cerra¬rían las puertas con llave para no ser interrumpidos.
Antes de desconectarse, redactó un informe sobre la eli¬minación de Darius, porque quería que sus cazavampiros lo tuvieran por escrito. Detalló la clase de bomba que había utiliza do, la manera de fabricar una con muy pocos elementos y el mé¬todo para conectar el detonador al sistema de encendido de un coche. Era muy fácil, una vez que el artefacto estaba instalado. Lo único que había que hacer era armarla, y al accionar el con¬tacto, cualquiera que estuviera dentro del vehículo quedaría convertido en cenizas.
Para obtener ese instante de satisfacción, él había seguido al guerrero Darius durante un año, vigilándolo, estudiando todas sus costumbres diarias. Hacía dos días, el señor X había entrado furtivamente en el concesionario de BMW de los hermanos Gree¬ne, cuando el vampiro les había dejado su vehículo para una re-visión. Instaló la bomba, y la noche anterior había activado el de¬tonador con un transmisor de radio simplemente pasando al lado del coche, sin detenerse ni un segundo.
El largo y concentrado esfuerzo que había supuesto la or¬ganización de aquella eliminación no era algo que quisiera com¬partir. Quería que los restrictores creyeran que había podido ejecutar una jugada tan perfecta en un instante. La imagen de¬sempeñaba un importante papel en la creación de una base de po¬der, y él quería empezar a construir su credibilidad de mando de inmediato.
Después de desconectarse, se recostó en la silla, tambori¬leando con los dedos. Desde que se había unido a la Sociedad, el objetivo había sido reducir la población de vampiros por medio de la eliminación de civiles. Ésa seguiría siendo la meta general, por supuesto, pero su primer dictamen seria un cambio de tác¬tica. La clave para ganar la guerra era eliminar a la Hermandad. Sin esos seis guerreros, los civiles quedarían desnudos ante los restrictores, indefensos.
La táctica no era nueva. Había sido intentada durante ge¬neraciones pasadas Y descartada numerosas veces cuando los her¬manos habían demostrado ser demasiado agresivos o demasiado escurridizos para ser exterminados. Pero con la muerte de Darius, la Sociedad cobraba un nuevo impulso.
Y tenían que actuar de una manera diferente. Tal y como estaban las cosas, la Hermandad estaba aniquilando a cientos de restrictores cada año, lo que hacía necesario que las filas fueran engrosadas con cazavampiros nuevos e inexpertos. Los reclutas representaban un problema. Eran difíciles de encontrar, difíci¬les de introducir en la Sociedad y menos efectivos que los miem¬bros veteranos.
Esta constante necesidad de captación de nuevos miem¬bros condujo a un grave debilitamiento de la Sociedad. Los centros de entrenamiento como la Academia de Artes Marciales de Caldwell tenían como objetivo primordial seleccionar y reclutar hu¬manos para engrosar sus filas, pero también atraían mucho la aten¬ción. Evitar la injerencia de la policía humana y protegerse contra un ataque por parte de la Hermandad requería una continua vigilancia y una frecuente reubicación. Trasladarse de un lugar a otro era un trastorno constante, ¿pero cómo podía estar la So¬ciedad bien provista si los centros de operaciones eran atacados por sorpresa?
El señor X movió la cabeza con un gesto de fastidio. En algún momento iba a necesitar un lugarteniente, aunque por ahora prefería actuar en solitario.
Por fortuna, nada de lo que tenía pensado hacer era ex¬cesivamente complicado. Todo se reducía a una estrategia mi¬litar básica. Organizar las fuerzas, coordinarlas, obtener in formación sobre el enemigo y avanzar de una forma lógica y disciplinada.
Esa tarde organizaría sus efectivos, y en cuanto a la cues¬tión relativa a la coordinación, iba a distribuirlos en escuadrones, e insistiría en que los cazavampiros empezaran a reunirse con él habitualmente en pequeños grupos.
¿Y la información? Si querían exterminar a la Herman¬dad, necesitaban saber dónde encontrar a sus miembros. Eso se¬ría un poco más difícil, aunque no imposible. Aquellos guerreros formaban un grupo cauteloso y suspicaz, no demasiado sociable, pero la población civil de vampiros tenía algún con¬tacto con ellos. Después de todo, los hermanos tenían que ali¬mentarse, y no podían hacerlo entre ellos. Necesitaban sangre femenina.
Y las hembras, aunque la mayoría de ellas vivían protegi¬das como si fueran obras de arte, tenían hermanos y padres que podían ser persuadidos para que hablaran. Con el incentivo apropiado, los machos revelarían adónde iban sus mujeres y a quié¬nes veían. Así descubrirían a la Hermandad.
Ésa era la clave de su estrategia general. Un programa coor¬dinado de seguimiento y captura, concentrado en machos civiles y las escasas hembras que salían sin protección, le conduciría, finalmente, a los hermanos. Su plan tenía que tener éxito, ya fuese porque los miembros de la Hermandad salieran de su escondri-jo con sus dagas desenfundadas, furiosos porque los civiles hu¬bieran sido capturados brutalmente, o bien porque alguien podía irse de la lengua y descubrir dónde se ocultaban.
Lo mejor sería averiguar dónde se encontraban los gue¬rreros durante el día. Eliminarlos mientras brillaba el sol, cuando eran más vulnerables, sería la operación con mayores proba¬bilidades de éxito y en la que, posiblemente, las bajas de la So-ciedad resultarían mínimas.
En general, matar vampiros civiles era sólo un poco más difícil que aniquilar a un humano normal. Sangraban si se les cor¬taba, sus corazones dejaban de latir si se les disparaba y se quemaban si eran expuestos a la luz solar.
Sin embargo, matar a un miembro de la Hermandad era un asunto muy diferente. Eran tremendamente fuertes, estaban muy bien entrenados y sus heridas se curaban con una celeridad asombrosa. Formaban una subespecie particular. Sólo tenías una oportunidad frente a un guerrero. Si no la aprovechabas, no re¬gresabas a casa.
E señor X se levantó del escritorio, deteniéndose un mo¬mento para observar su reflejo en la ventana de la oficina. Ca¬bello claro, piel clara, ojos claros. Antes de unirse a la Sociedad había sido pelirrojo. Ahora ya casi no podía recordar su apariencia física anterior.
Pero sí tenía muy claro su futuro. Y el de la Sociedad. Cerró la puerta con llave y se encaminó hacia el pasillo de azulejos que conducía a la sala de entrenamiento principal. Es¬peró en la entrada, inclinando levemente la cabeza ante los estu¬diantes a medida que entraban a sus clases de jiujitsu. Éste era su grupo favorito: un conjunto de jóvenes, entre los dieciocho y los veinticuatro años, que mostraban ser muy prometedores. A me¬dida que los muchachos, vestidos con sus trajes blancos, entraban haciendo una ligera reverencia con la cabeza y dirigiéndose a él como sensei, el señor X los iba evaluando uno por uno, obser¬vando la forma en que movían sus ojos, cómo desplazaban el cuer¬po, cuál podía ser su temperamento.
Una vez que los estudiantes estuvieron en fila, preparados para comenzar la lucha, continuó examinándolos, siempre inte¬resado en la búsqueda de potenciales reclutas para la Sociedad. Necesitaba una combinación justa entre fuerza física, agudeza mental y odio no canalizado.
Cuando se habían aproximado a él para unirse a la Socie¬dad Restrictiva en la década de los años cincuenta, era un rockero de diecisiete años incluido en un programa para delincuentes juveniles. El año anterior había apuñalado a su padre en el pecho tras una pelea en la que aquel bastardo le había golpeado repetidas veces en la cabeza con una botella de cerveza. Creía haberle matado, pero por desgracia no lo hizo y vivió el tiempo suficiente para matar a su pobre madre.
Pero, por lo menos, después de hacerlo, su querido pa¬dre había tenido la sensatez de volarse los sesos con una esco¬peta y dejarlos diseminados por toda la pared. El señor X encontró los cuerpos durante una visita que hizo a casa, poco antes de ser atrapado e internado en un centro público.
Aquel día, delante del cadáver de su padre, el señor X aprendió que gritar a los muertos no le provocaba ni la más mí¬nima satisfacción. Después de todo, no había nada que hacer con alguien que va se había ido.
Considerando quién lo había engendrado, no resultó sor¬prendente que la violencia y el odio corrieran por la sangre del señor X. Y matar vampiros era uno de las pocas satisfacciones socialmente aceptables que había encontrado para un instinto ase¬sino como el suyo. El ejército era aburrido. Había que acatar de¬masiadas normas y esperar hasta que se declarara una guerra para poder trabajar como él quería. Y el asesinato en serie era a muy pequeña escala.
La Sociedad era diferente. Tenía todo lo que siempre ha¬bía querido: fondos ilimitados, la ocasión de matar cada vez que el sol se ponía y, por supuesto, la oportunidad, tan extraordina¬ria, de instruir a la próxima generación.
Así que tuvo que vender su alma para entrar, aunque no le supuso ningún problema. Después de lo que su padre le ha¬bía hecho, va casi no le quedaba alma.
Además, en su mente, había salido ganando con el trato. Le habían garantizado que permanecería joven y con una salud perfecta hasta el día de su muerte, y ésta no sería resultado de un fallo biológico, como el cáncer o una enfermedad cardiaca. Por el contrario, tendría que confiar en su propia capacidad para con¬servarse de una sola pieza.
Gracias al Omega, era físicamente superior a los humanos, su vista era perfecta y podía hacer lo que más le gustaba. La im¬potencia le había molestado un poco al principio, pero se había acostumbrado. Y el no comer ni beber..., al fin y al cabo nunca había sido un gourmet.
Y hacer correr la sangre era mejor que la comida o el sexo. Cuando la puerta que conducía a la sala de entrenamien¬to se abrió bruscamente, giró la cabeza de inmediato. Era Billy Riddle, y traía los dos ojos morados y la nariz vendada.
El señor X enarcó una ceja. -¿No es tu día libre, Riddle?
-Sí, sensei. -Billy inclinó la cabeza-. Pero quería venir de todos modos.
-Buen chico. -El señor X pasó un brazo alrededor de los hombros del muchacho-. Me gusta tu sentido de la respon¬sabilidad. Harás algo por mí... ¿Quieres indicarles lo que tienen que hacer durante el calentamiento?
Billy hizo una profunda reverencia; su amplia espalda quedó casi paralela al suelo.
-Sensei.
-Ve a por ellos. -Le dio una palmada en el hombro-. Y no se lo pongas fácil.
Billy levantó la mirada, sus ojos brillaban. El señor X asintió.
-Me alegro de que hayas captado la idea, hijo.
Cuando Beth salió de su edificio, frunció el ceño al ver el coche de policía aparcado al otro lado de la calle. José salió de él y se di¬rigió hacia ella a grandes zancadas.
-Ya me han contado lo que te sucedió. -Sus ojos se que¬daron fijos en la boca de la mujer-. ¿Cómo te encuentras? -Mejor.
-Vamos, te llevaré al trabajo.
-Gracias, pero prefiero caminar. -José hizo un movi¬miento con su mandíbula como si quisiera oponerse, así que ella extendió la mano y le tocó el antebrazo-. No quiero que esto me aterrorice tanto que no pueda continuar con mi vida. En al¬gún momento tendré que pasar junto a ese callejón, y prefiero ha¬cerlo por la mañana, cuando hay, suficiente luz.
Él asintió.
-Está bien. Pero llamarás un taxi por la noche o nos pe¬dirás a cualquiera de nosotros que vaya a recogerte.
-José...
-Me alegra saber que estás de acuerdo. -Cruzó la calle de vuelta a su coche-. Ah, no creo que hayas oído lo que Butch O'Neal hizo anoche.
Dudó antes de preguntar: -¿Qué?
-Fue a hacerle una visita a ese canalla. Creo que al indi¬viduo tuvieron que reconstruirle la nariz cuando nuestro buen detective acabó con él. -José abrió la puerta del vehículo y se de¬jó caer sobre el asiento-. ¿Vendrás hoy por allí?
-Sí, quiero saber algo más sobre la bomba de anoche. -Ya me lo imaginaba. Nos vemos.
Saludó con la mano y arrancó, alejándose del bordillo de la acera.
Ya habían dado las tres de la tarde y aún no había podido ir a la comisaría. Todos en la oficina querían oír lo que le había sucedi¬do la noche anterior. Después, Tony había insistido en que sa¬lieran a almorzar. Tras sentarse de nuevo en su escritorio, se ha¬bía pasado la tarde masticando chicle y perdiendo el tiempo con su e-mail.
Sabía que tenía trabajo que hacer, pero simplemente no se encontraba con fuerzas para finalizar el artículo que estaba es¬cribiendo sobre el alijo de armas que había encontrado la policía. No tenía que entregarlo en un plazo concreto y, desde luego, Dick no iba a darle la primera página de la sección local.
Y además ni siquiera lo había hecho ella. Lo único que le daba Dick era trabajo editorial. Los dos últimos artículos que ha¬bía dejado caer sobre su escritorio habían sido esbozados por los chicos grandes, Dick quería que ella comprobara la veracidad de los hechos. Seguir los mismos criterios con los que él se había familiarizado en el New York Times, como su obsesión por la ve¬racidad, era, de hecho, una de sus virtudes. Pero era una pena que no tuviera en cuenta la equidad en un trabajo realizado. No im¬portaba que el artículo fuera transformado por ella de arriba aba¬jo, sólo obtenía una mención secundaria compartida en el artículo de un chico grande.
Eran casi las seis cuando terminó de corregir los artículos, y al introducirlos en el casillero de Dick, pensó que no tenía ganas de pasar por la comisaría. Butch le había tomado declaración la noche anterior, y no había nada más que ella tuviera que hacer con respecto a su caso. Y, evidentemente, no se sentía cómoda con la idea de estar bajo el mismo techo que su asaltante, aunque él se encontrara en una celda.
Además, estaba agotada. -¡Beth!
Dio un respingo al oír la voz de Dick.
-Ahora no puedo, voy a la comisaría -dijo en voz alta por encima del hombro, pensando que la estrategia para evitar¬lo no lo mantendría a raya durante mucho tiempo, pero al menos no tendría que lidiar con él esa noche.
Y en realidad sí quería saber algo más sobre la bomba. Salió corriendo de la oficina y caminó seis manzanas en di¬rección este. El edificio de la comisaría pertenecía a la típica ar¬quitectura de los años sesenta. Dos pisos, laberíntica, moderna en su época, con abundancia de cemento gris claro y muchas ven¬tanas estrechas. Envejecía sin elegancia alguna. Gruesas líneas ne¬gras corrían por su fachada como si sangrara por alguna herida en el tejado. Y el interior también parecía moribundo: el suelo cubierto con un sucio linóleo verde grisáceo, los muros con pa¬neles de madera falsa y los zócalos astillados de color marrón. Después de cuarenta años, y a pesar de la limpieza periódica, la suciedad más persistente se había incrustado en todas las grietas y fisuras, y va jamás saldría de allí, ni siquiera con un pulveriza¬dor o un cepillo.
Ni siquiera con una orden judicial de desalojo.
Los agentes se mostraron muy amables con ella cuando la vieron aparecer. Tan pronto como puso el pie en el edificio, em¬pezaron a reunirse a su alrededor. Después de hablar con ellos en el exterior mientras trataba de contener las lágrimas, se dirigió a la recepción y charló un rato con dos de los muchachos que es¬taban detrás del mostrador. Habían detenido a unos cuantos por prostitución y tráfico de estupefacientes, pero, por lo demás, el día había sido tranquilo. Estaba a punto de marcharse cuando Butch entró por la puerta de atrás.
Llevaba unos pantalones vaqueros, una camisa abrochada hasta el cuello y una cazadora roja en la mano. Ella se quedó mi¬rando cómo la cartuchera se enarcaba sobre sus anchos hombros, dejando entrever la culata negra de la pistola cuando sus brazos oscilaban al andar. Su oscuro cabello estaba húmedo, como si aca¬bara de empezar el día.
Lo que, considerando lo ocupado que había estado la no¬che anterior, probablemente era cierto.
Se dirigió directamente hacia ella. -¿Tienes tiempo para hablar? Ella asintió.
-Sí, claro.
Entraron en una de las salas de interrogatorio.
-Para tu información, las cámaras y micrófonos están apa¬gados -dijo.
-¿No es así como casi siempre trabajas?
Él sonrió y se sentó a la mesa. Entrelazó las manos. -Pensé que deberías saber que Billy Riddle ha salido bajo fianza. Lo soltaron esta mañana temprano.
Ella tomó asiento.
-¿De verdad se llama Billy Riddle? No me tomes el pelo. Butch negó con la cabeza.
-Tiene dieciocho años. Sin antecedentes de adulto, pero he estado echando un vistazo a su ficha juvenil y ha estado muy ocupado: abuso sexual, acoso, robos menores. Su padre es un tipo importante, y el chico tiene un abogado excelente, pero he hablado con la fiscal del distrito. Tratará de presionarlo para que no tengas que testificar.
-Subiré al estrado si tengo que hacerlo.
-Buena chica. -Butch se aclaró la garganta-. ¿Y cómo te encuentras?
-Bien. -No iba a permitir que el Duro jugara a psicoa¬nalizarla. Había algo en la evidente rudeza de Butch O'Neal que hacía que ella quisiera parecer más fuerte-. Sobre esa bomba, he oído que posiblemente se trate de un explosivo plástico, con un detonador a control remoto. Parece un trabajo de profesionales. -¿Ya has cenado?
Ella frunció el ceño. -No.
Riddle significa «acertijo, adivinanza». (N. del L)
Y considerando lo que había engullido por la mañana, tam¬bién se saltaría el desayuno del día siguiente.
Butch se puso de pie.
-Bueno. Ahora mismo me dirigía a Tullah's. Ella se mantuvo firme.
-No cenaré contigo.
-Como quieras. Entonces, me imagino que tampoco que¬rrás saber qué encontramos en el callejón junto al coche.
La puerta se cerró lentamente a sus espaldas. No caería en semejante trampa. No lo haría... Beth saltó de la silla y corrió tras él.

Capítulo 8
En su amplia habitación color crema y blanco, Marissa no se sentía segura de sí misma.
Siendo la shellan de Wrath, podía sentir su dolor, ti por su fuerza sabía que seguramente había perdido a otro de sus her¬manos guerreros.
Si tuvieran una relación normal, no lo dudaría: correría hacia él y trataría de aliviar su sufrimiento. Hablaría con él, lo abrazaría, lloraría a su lado. Le ofrecería la calidez de su cuerpo.
Porque eso era lo que las shellans pacían por sus compa¬ñeros. Y lo que recibían a cambio también. Echó un vistazo al reloj Tiffany de su mesilla de noche. Pronto se perdería en la noche. Si quería alcanzarlo tendría que hacerlo ahora.
Marissa dudó, no quería engañarse. No sería bienvenida. Deseó que fuera más fácil apoyarlo, deseó saber lo que él necesitaba de ella. Una vez, hacía mucho tiempo, había habla¬do con Wellsie, la shellan del hermano Tohrment, con la espe-ranza de que pudiera ofrecerle algún consejo sobre cómo actuar y comportarse, cómo conseguir que Wrath la considerara digna de él.
Después de todo, Wellsie tenía lo que Marissa quería: un verdadero compañero. Un macho que regresaba a casa con ella, que reía, lloraba y compartía su vida, que la abrazaba. Un macho que permanecía a su lado durante las tortuosas, y afortunada¬mente escasas, ocasiones en que era fértil, que aliviaba con su cuer¬po sus terribles deseos durante el tiempo que duraba el periodo de necesidad.
Wrath no hacía nada de eso por ella, o con ella. Y en ese estado de cosas, Marissa tenía que acudir a su hermano en busca de alivio a sus necesidades. Havers apaciguaba sus ansias, tranquilizándola hasta que pasaban aquellos deseos. Semejante prác¬tica los avergonzaba a ambos.
Había esperado que Wellsie pudiera ayudarla, pero la con¬versación había sido un desastre. Las miradas de compasión de la otra hembra Y sus réplicas cuidadosamente meditadas las habían desgastado a ambas, acentuando todo lo que Marissa no poseía. Dios, qué sola estaba.
Cerró los ojos, y sintió nuevamente el dolor de Wrath. Tenía que intentar llegar a él, porque estaba herido. Y ade¬más, ¿qué le quedaba en la vida aparte de él?
Percibió que Wrath se encontraba en la mansión de Da¬rius. Inspirando profundamente, se desmaterializó.
Wrath aflojó lentamente las rodillas y se irguió, escuchando có¬mo volvían las vértebras a su posición con un crujido. Se quitó los diamantes de sus rodillas.
Tocaron a la puerta y él permitió que ésta se abriera, pen¬sando que era Fritz.
Cuando olió a océano, apretó los labios.
-¿Qué te trae aquí, Marissa? -dijo sin girarse a mirar¬la. Fue hasta el baño y se cubrió con una toalla.
-Déjame lavarte, mi señor-murmuró ella-. Yo cuidaré tus heridas. Puedo...
-Así estoy, bien.
Sanaba rápido. Cuando finalizara la noche sus cortes ape¬nas se notarían.
Wrath se dirigió al armario y examinó su ropa. Sacó una camisa negra de manga larga, unos pantalones de cuero y..., por Dios, ¿qué era eso? Ah, no, ni de broma. No iba a luchar con aquellos calzoncillos. Por nada del mundo lo sorprenderían muer¬to con una prenda como aquélla.
Lo primero que tenía que hacer era establecer contacto con la hija de Darius. Sabía que se les estaba agotando el tiempo, por¬que su transición estaba próxima. Y luego tenía que comunicarse con Vishous y Phury para saber qué habían averiguado de los restos del restrictor muerto.
Estaba a punto de dejar caer la toalla para vestirse, cuan¬do cayó en la cuenta de que Marissa aún estaba en la habitación. La miró.
-Vete a casa, Marissa-dijo. Ella bajó la cabeza.
-Mi señor, puedo sentir tu dol...
-Estoy perfectamente bien.
Ella dudó un momento. Luego desapareció en silencio. Diez minutos después, Wrath subió al salón.
-¿Fritz? -llamó en voz alta.
-¿Sí, amo? -El mayordomo parecía complacido de que lo llamara.
-¿Tienes a mano cigarrillos rojos? -Por supuesto.
Fritz atravesó la habitación trayendo una antigua caja de caoba. Le presentó el contenido inclinándola con la tapa abierta. Wrath cogió un par de aquellos cigarrillos liados a mano. -Si le gustan, conseguiré más.
-No te molestes. Serán suficientes. -A Wrath no le gus¬taba drogarse, pero aquella noche quería dar buena cuenta de esos dos cigarros.
-¿Desea comer algo antes de salir? Wrath negó con la cabeza.
-¿Quizás cuando vuelva? -La voz de Fritz se fue apa¬gando a medida que cerraba la caja.
Wrath estaba a punto de hacer callar al viejo macho cuan¬do pensó en Darius. D habría tratado mejor a Fritz.
-Está bien. Sí. Gracias.
El mayordomo irguió los hombros con satisfacción. Por Dios, parece estar sonriendo, pensó Wrath.
-Le prepararé cordero, amo. ¿Cómo prefiere la carne? -Casi cruda.
-Y lavaré su ropa. ¿Debo encargarle también ropa nueva de cuero?
-No me... -Wrath cerró la boca-. Claro. Sería magní¬fico. Y, ah, ¿puedes conseguirme unos calzoncillos bóxer? Ne¬gros, XXL.
-Será un placer.
Wrath se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.
¿Cómo diablos había acabado de pronto teniendo un sir¬viente?
-¿Amo? -¿Sí?, -gruñó. -Tenga mucho cuidado ahí fuera.
Wrath se detuvo y miró por encima de su hombro. Fritz parecía acunar la caja contra su pecho.
Le resultaba tremendamente extraño tener a alguien espe¬rándolo al volver a casa.
Salió de la mansión y caminó por el largo camino de entra¬da hasta la calle. Un relámpago centelleó en el cielo, anticipando la tormenta que podía oler formándose al sur.
¿Dónde diablos estaría la hija de Darius en ese momento? Lo intentaría primero en el apartamento.
Wrath se materializó en el patio trasero de la casa, miró por la ventana y le devolvió el ronroneo de bienvenida al gato con uno propio. Ella no estaba en el interior, de modo que Wrath se sentó frente la mesa de picnic. Esperaría una hora más o menos. Lue¬go tendría que ir al encuentro de los hermanos. Podía volver al fi-nal de la noche, aunque si tenía en cuenta cómo habían salido las cosas la primera vez que la había visitado, se imaginaba que des¬pertarla a las cuatro de la mañana no sería lo más inteligente.
Se quitó las gafas de sol y se frotó el puente de la nariz. ¿Cómo iba a explicarle lo que iba a sucederle y lo que ella tendría que hacer para sobrevivir al cambio?
Tuvo el presentimiento de que no se mostraría muy feliz escuchando el boletín de noticias.
Wrath hizo memoria de su propia transición. Vaya caos que se había formado entonces. A él tampoco lo habían pre¬parado, porque sus padres siempre quisieron protegerlo, pero murieron antes de decirle qué iba a sucederle.
Los recuerdos volvieron a su mente con terrible claridad. A finales del siglo XVII, Londres era un lugar brutal, es¬pecialmente para alguien que estaba solo en el mundo. Sus padres habían sido asesinados ante sus ojos dos años antes, y él había huido de los de su especie, pensando que su cobardía en aquella espantosa noche era una vergüenza que debía soportar en soledad.
Mientras que en la sociedad de los vampiros había sido ali¬mentado y protegido como el futuro rey, había descubierto que en el mundo de los humanos lo que más se tenía en cuenta era, principalmente, la fuerza física. Para alguien de la complexión que él tenía antes de pasar por su cambio, eso significaba permanecer en el último escalafón de la escala social. Era tremendamente del¬gado, esquelético, débil y presa fácil para los chicos humanos en busca de diversión. Durante su estancia en los tugurios de Lon¬dres, lo habían golpeado tantas veces que ya se había acostum¬brado a que algunas partes de su cuerpo no funcionaran bien. Pa¬ra él era habitual no poder doblar una pierna porque le habían apedreado la rodilla, o tener un brazo inutilizado porque le ha¬bían dislocado el hombro al arrastrarlo atado a un caballo.
Se había alimentado de la basura, sobreviviendo al borde de la inanición, hasta que, finalmente, encontró trabajo como sir¬viente en el establo de un comerciante. Wrath limpió herraduras, sillas de montar y bridas hasta que se le agrietó la piel de las ma¬nos, pero por lo menos podía comer. Su lecho se encontraba entre la paja de la parte superior del granero. Aquello era más mulli¬do que el duro suelo al que estaba acostumbrado, aunque nunca sabía cuándo lo despertaría una patada en las costillas porque al¬gún mozo de cuadras quisiera acostarse con una o dos doncellas.
En aquel entonces, aún podía estar bajo la luz solar, y el amanecer era la única cosa de su miserable existencia que ansia¬ba. Sentir el calor en el rostro, inhalar la dulce bruma, deleitarse con la luz; aquellos placeres eran los únicos que había poseído, y los tenía en gran estima. Su vista, debilitada desde su nacimiento, ya era mala en aquella época, pero bastante mejor que ahora. Aún recordaba con penosa claridad cómo era el sol.
Había estado al servicio del comerciante durante casi un año, hasta que todo su mundo cambió de repente.
La noche en que sufrió la transformación, se había echa¬do en su lecho de paja, completamente agotado. En los días an¬teriores, se había sentido mal y le había costado mucho hacer su trabajo, aunque aquello no era una novedad.
El dolor, cuando llegó, atormentó su débil cuerpo, empe¬zando por el abdomen y extendiéndose hacia los extremos, lle¬gando a la punta de los dedos de las manos, de los pies, y al final de cada uno de sus cabellos. El dolor no era ni remotamente similar a cualquiera de las fracturas, contusiones, heridas o pali¬zas que había recibido hasta aquel momento. Se dobló hecho un ovillo, con los ojos casi saliéndose de las órbitas en medio de la agonía y la respiración entrecortada. Estaba convencido de que iba a morir y rezó por sumergirse cuanto antes en la oscuridad. Sólo quería un poco de paz y que finalizara aquel horrible su¬frimiento.
Entonces una hermosa y esbelta rubia apareció ante él. Era un ángel enviado para llevarlo al otro mundo. Nunca lo dudó.
Como el patético miserable que era, le suplicó clemencia. Extendió la mano hacia la aparición, y cuando la tocó supo que el fin estaba cerca. Al oír que pronunciaba su nombre, él trató de sonreír como muestra de gratitud, pero no pudo articular pala¬bra. Ella le contó que era la persona que le había sido prometida, la que había bebido un sorbo de su sangre cuando era un niño para así saber dónde encontrarlo cuando se presentara su tran¬sición. Dijo que estaba allí para salvarlo.
Y luego Marissa se abrió la muñeca con sus propios col¬millos y le llevó la herida a la boca.
Bebió desesperadamente, pero el dolor no cesó. Sólo se hi¬zo diferente. Sintió que sus articulaciones se deformaban y sus huesos se desplazaban con una horrible sucesión de chasquidos. Sus músculos se tensaron y luego se desgarraron, y le dio la sen¬sación de que su cráneo iba a explotar. A medida que sus ojos se agrandaban, su vista se iba debilitando, hasta que sólo le que¬dó el sentido del oído.
Su respiración áspera y gutural le hirió la garganta mien¬tras trataba de aguantar. En algún momento se desmayó, final¬mente, sólo para despertar a una nueva agonía. La luz solar que tanto amaba se filtraba a través de las ranuras de las tablas del gra¬nero en pálidos rayos dorados. Uno de aquellos rayos le tocó en un hombro, y el olor a carne quemada lo aterrorizó. Se reti¬ró de allí, mirando a su alrededor presa del pánico. No podía ver nada salvo sombras borrosas. Cegado por la luz, trató de levantarse, pero cavó boca abajo sobre la paja. Su cuerpo no le res-pondía. Tuvo que intentarlo dos veces antes de poder conseguir afirmarse sobre sus pies, tambaleándose como un potrillo.
Sabía que necesitaba protegerse de la luz del día, y se arras¬tró hasta donde pensó que debía de estar la escalera. Pero calcu¬ló mal y se cayó desde el pajar. En medio de su aturdimiento, creyó poder llegar al silo para el grano. Si lograba descender hasta allí, se encontraría rodeado por la oscuridad.
Fue tanteando con los brazos por todo el granero, cho¬cando contra las cuadras y tropezando con los aperos, tratando de permanecer lejos de la luz y controlar al mismo tiempo sus in gobernables extremidades. Cuando se acercaba a la parte trasera del granero, se golpeó la cabeza contra una viga bajo la cual siem¬pre había pasado fácilmente. La sangre le cubrió los ojos.
Instantes después, uno de los palafreneros entró, y al no reconocerle, exigió saber quién era. Wrath giró la cabeza en di¬rección a la voz familiar, buscando ayuda. Extendió las manos y comenzó a hablar, pero su voz no sonó como siempre.
Luego escuchó el sonido de una horquilla aproximándosele por el aire en feroz acometida. Su intención era desviar el gol¬pe, pero cuando sujetó el mango y dio un empujón, envió al mozo de cuadra contra la puerta de uno de los establos. El hombre soltó un alarido de espanto y escapó corriendo, seguramente en busca de refuerzos.
Wrath encontró finalmente el sótano. Sacó de allí dos enor¬mes sacos de avena y los colocó junto a la puerta para que nadie pudiera entrar durante el día. Exhausto, dolorido, con la sangre manándole por el rostro, se arrastró dentro y apoyó la espalda desnuda contra el muro. Dobló las rodillas hasta el pecho, cons¬ciente de que sus muslos eran cuatro veces mayores que el día an¬terior. Cerrando los ojos, reclinó la mejilla sobre los antebrazos y tembló, luchando por no deshonrarse llorando. Estuvo des¬pierto todo el día, escuchando los pasos sobre su cabeza, el piafar de los caballos, el monótono zumbido de las charlas. Le aterro¬rizaba pensar que alguien abriera la puerta y lo descubriera. Le alegró que Marissa se hubiera marchado y no estuviera expues¬ta a la amenaza procedente de los humanos.
Regresando al presente, Wrath escuchó a la hija de Darius entrar en el apartamento. Se encendió una luz.
***
Beth arrojó las llaves sobre la mesa del pasillo. La rápida cena con el Duro había resultado sorprendentemente fácil. Y él le había su¬ministrado algunos detalles sobre la bomba. Habían hallado una Mágnum manipulada en el callejón. Butch había mencionado tam¬bién la estrella arrojadiza de artes marciales que ella había des¬cubierto en el suelo. El equipo del CSI estaba trabajando en las armas, tratando de obtener huellas, fibras o cualquier otra prue¬ba. La pistola no parecía ofrecer demasiado, pero la estrella tenía sangre, que estaban sometiendo aun análisis de ADN. En cuan¬to a la bomba, la policía pensaba que se trataba de un atentado relacionado con drogas. El BMW había sido visto antes, aparca¬do en el mismo lugar detrás del club. Y Screamer's era un sitio ideal para los traficantes, muy exclusivos con respecto a sus te¬rritorios.
Se estiró y se puso unos pantalones cortos. Era otra de esas noches calurosas, y mientras abría el futón, deseó que el aire acon¬dicionado aún funcionara. Encendió el ventilador y le dio de comer a Boo, que, tan pronto como dejó vacío su tazón, reanudó su ir y venir ante la puerta corredera.
-No vamos a empezar de nuevo, ¿o sí?
Un relámpago resplandeció en el cielo. Se acercó a la puer¬ta de cristal y la deslizó un poco hacia atrás, bloqueándola. La de¬jaría abierta sólo un rato. Por una vez, el aire nocturno olía bien. Ni un tufillo a basura.
Pero, por Dios, hacía un calor insoportable.
Se inclinó sobre el lavabo del baño. Después de quitarse las lentillas, cepillarse los dientes y lavarse la cara, remojó una toalla en agua fría y se frotó la nuca. Unos hilillos de agua descendieron por su piel, y ella recibió con placer los escalofríos al volver a salir.
Frunció el ceño. Un aroma muy extraño flotaba en el am¬biente. Algo exuberante y picante...
Se encaminó hacia la puerta del patio y olfateó un par de veces. Al inhalar, sintió que se aliviaba la tensión de sus hombros. Y luego vio que Boo se había sentado agazapado y ron¬roneaba como si estuviera dándole la bienvenida a alguien co¬nocido.
-¿Qué diab...?
El hombre que había visto en sus sueños estaba al otro la¬do del patio.
Beth dio un salto atrás y dejó caer la toalla húmeda; es¬cuchó débilmente el sonido sordo cuando llegó al suelo.
La puerta se deslizó hacia atrás, quedando abierta por com¬pleto, a pesar de que ella la había bloqueado.
Y aquel maravilloso olor se hizo más evidente cuando él entró en su casa.
Sintió pánico, pero descubrió que no podía moverse.
Por todos los santos, aquel desconocido era colosal. Si su apartamento era pequeño, con su presencia pareció reducirlo al tamaño de una caja de zapatos. Y el traje de cuero negro contribuía a hacerlo más grande. Debía medir por lo menos dos metros. Un minuto...
¿Qué estaba haciendo? ¿Tomándole las medidas para ha¬cerle un traje?
Tendría que estar saliendo a toda prisa. Debería estar tra¬tando de llegar a la otra puerta, corriendo como alma que lleva el diablo.
Pero estaba como hipnotizada, mirándolo.
Llevaba puesta una cazadora a pesar del calor, y sus largas piernas también estaban cubiertas de cuero. Usaba pesadas botas con puntera de acero, y se movía como un depredador.
Beth estiró el cuello para verle la cara.
Tenía la mandíbula prominente y fuerte, labios gruesos, pó¬mulos marcados. El cabello, lacio y negro, le caía hasta los hombros desde un mechón en forma de u ve en la frente, y en su rostro se apreciaba la sombra de una incipiente barba oscura. Las gafas de sol negras que usaba, curvadas en los extremos, se ajustaban perfecta-mente a su rostro y le conferían un aspecto de asesino a sueldo.
Como si la apariencia amenazadora no fuera suficiente para hacerle parecer un asesino.
Fumaba un cigarro fino y rojizo, al que dio una larga ca¬lada haciendo brillar el extremo con un resplandor anaranjado. Exhaló una nube de ese humo fragante, y cuando éste llegó a la nariz de Beth, su cuerpo se relajó todavía más.
Pensó que seguramente venía a matarla. No sabía qué ha¬bía hecho para merecer aquel ataque, pero cuando él exhaló otra bocanada de aquel extraño cigarro, apenas pudo recordar dón¬de estaba. Su cuerpo se sacudía mientras él acortaba la distancia en¬tre ambos. Le aterrorizaba lo que sucedería cuando estuviera junto a ella, pero notó, absurdamente, que Boo ronroneaba y se frotaba contra los tobillos del extraño.
Aquel gato era un traidor. Si por algún milagro sobrevivía a aquella noche, lo degradaría a comer vísceras.
Beth echó el cuello hacia atrás cuando sus ojos se encon¬traron con la feroz mirada del hombre. No podía ver el color de sus ojos a través de las gafas, pero su mirada fija quemaba.
Luego, sucedió algo extraordinario. Al detenerse frente a ella, la joven sintió una ráfaga de pura y auténtica lujuria. Por primera vez en su vida, su cuerpo se puso lascivamente caliente. Caliente y húmedo.
Su clítoris ardía por él.
Química, pensó aturdida. Química pura, cruda, animal. Cualquier cosa que él tuviera, ella lo quería.
-Pensé que podíamos intentarlo de nuevo -dijo él.
Su voz era grave, un profundo retumbar en su sólido pe¬cho. Tenía un ligero acento, pero no pudo identificarlo. -¿Quién es usted? -dijo en un susurro.
-He venido a buscarte.
El vértigo la obligó a apoyarse en la pared.
-¿A mí? ¿Adónde..., -La confusión la obligó a callar. -¬¿Adónde me lleva?
¿Al puente? ¿Para arrojar su cuerpo al río?
La mano de Wrath se aproximó a la cara de ella, y le tomó el mentón entre el índice y el pulgar, haciéndole girarla cabeza hacia un lado.
-¿Me matará rápido? -masculló ella- ¿O lentamente?
-Matar no. Proteger.
Cuando él bajó la cabeza, ella trató de concienciarse de que debía reaccionar y luchar contra aquel hombre a pesar de sus pa¬labras. Necesitaba poner en funcionamiento sus brazos y sus piernas. El problema era que, en realidad, no deseaba empujarlo lejos de sí. Inspiró profundamente.
Santo Dios, olía estupendamente. A sudor fresco y limpio. Un almizcle oscuro y masculino. Aquel humo...
Los labios de él tocaron su cuello. Le dio la sensación de que la olisqueaba. El cuero de su cazadora crujió al llenarse de ai¬re sus pulmones y expandirse su pecho.
-Estás casi lista-dijo quedamente-. No tenemos mu¬cho tiempo.
Si se refería a que tenían que desnudarse, ella estaba com¬pletamente de acuerdo con el plan. Por Dios, aquello debía de ser a lo que la gente se refería cuando se ponía poética con el sexo. No cuestionaba la necesidad de tenerlo dentro de ella, únicamente sabía que moriría si él no se quitaba los pantalones. Ya.
Beth extendió las manos, ansiosa por tocarlo, pero cuan¬do se separó de la pared empezó a caerse. Con un único movi¬miento, él se colocó el cigarrillo entre sus crueles labios y al mismo tiempo la sujetó con gran facilidad. Mientras la levantaba entre sus brazos, ella se apoyó en él, sin molestarse ni siquiera en fin¬gir una cierta resistencia. La llevó como si no pesara, cruzando la habitación en dos zancadas.
Cuando la recostó sobre el sofá, su cabello cavó hacia de¬lante, y ella levantó la mano para tocar las negras ondas. Eran gruesas y suaves. Le pasó la mano por la cara, y aunque él pare¬ció sorprenderse, no se la retiró.
Por Dios, todo en él irradiaba sexo, desde la fortaleza de su cuerpo hasta la forma como se movía y el olor de su piel. Nun¬ca había visto a un hombre semejante. Y su cuerpo lo sabía tan bien como su mente.
-Bésame -dijo ella.
Él se inclinó sobre ella, como una silenciosa amenaza. Siguiendo un impulso, las manos de Beth aferraron las so¬lapas de la cazadora del vampiro, tirando de él para acercarlo a su boca.
Él le sujetó ambas muñecas con una sola mano. -Calma.
¿Calma? No quería calma. La calma no formaba parte del plan.
Forcejeó para soltarse, y al no conseguirlo arqueó la es¬palda. Sus senos tensaron la camiseta, y se frotó un muslo contra el otro, previendo lo que sentiría si lo tuviera entre ellos.
Si pusiera sus manos sobre ella... -Por todos los santos -murmuró él.
Ella le sonrió, deleitándose con el súbito deseo de su rostro.
-Tócame.
El extraño empezó a sacudir la cabeza, como si quisiera despertar de un sueño.
Ella abrió los labios, gimiendo de frustración.
-Súbeme la camiseta. -Se arqueó de nuevo, ofreciéndo¬le su cuerpo, anhelando saber si había algo más caliente en su in¬terior, algo que él pudiera extraerle con las manos-. Hazlo.
Él se sacó el cigarrillo de la boca. Sus cejas se juntaron, y ella tuvo la vaga impresión de que debería estar aterrorizada. En lugar de ello, elevó las rodillas y levantó las caderas del futón. Imaginó que él le besaba el interior de los muslos y buscaba su sexo con la boca. Lamiéndola.
Otro gemido salió de su boca. Wrath estaba mudo de asombro.
Y no era del tipo de vampiros que se quedan estupefac¬tos a menudo.
Cielos.
Aquella mestiza humana era la cosa más sensual que había tenido cerca en su vida. Y había apagado una o dos hogueras en algún tiempo.
Era el humo rojo. Tenía que ser eso. Y debía de estar afec¬tándolo a él también, porque estaba más que dispuesto a tomar a la hembra.
Miró el cigarrillo.
Bien, un razonamiento muy profundo, pensó. Lo malo era que aquella maldita sustancia era relajante, no afrodisíaca.
Ella gimió otra vez, ondulando su cuerpo en una sensual oleada, con las piernas completamente abiertas. El aroma de su excitación le llegó tan fuerte como un disparo. Por Dios, lo ha¬bría hecho caer de rodillas si no estuviera va sentado.
-Tócame -suspiró.
La sangre de Wrath latía como si estuviera corriendo des¬bocada y su erección palpitaba como si tuviera un corazón propio. -No estoy aquí para eso -dijo.
-Tócame de todos modos.
Él sabía que debía negarse. Era injusto para ella. Y tenían que hablar.
Quizás debiera regresar más tarde.
Ella se arqueó, presionando su cuerpo contra la mano con que él le sujetaba las muñecas. Cuando sus senos tensaron la ca¬miseta, él tuvo que cerrar los ojos.
Era hora de irse. En verdad era hora de...
Excepto que no podía irse sin saborear al menos algo.
Sí, pero sería un bastardo egoísta si le ponía un dedo en¬cima. Un maldito bastardo egoísta si tomaba algo de lo que ella le estaba ofreciendo bajo los efectos del humo.
Con una maldición, Wrath abrió los ojos.
Por Dios, estaba muy frío. Frío hasta la médula. Y ella ca¬liente. Lo suficiente para derretir ese hielo, al menos durante un momento.
Y había pasado tanto tiempo...
El vampiro bajó las luces de la habitación. Luego usó la mente para cerrar la puerta del patio, meter al gato en el baño y correr todos los cerrojos del apartamento.
Apoyó cuidadosamente el cigarrillo sobre el borde de la mesa junto a ellos y le soltó las muñecas. Las manos de ella afe¬rraron su cazadora, tratando de sacársela por los hombros. Él se arrancó la prenda de un tirón, y cuando cavó al suelo con un sonido sordo, ella se rió con satisfacción. Le siguió la funda de las dagas, pero la mantuvo al alcance de la mano.
Wrath se inclinó sobre ella. Sintió su aliento dulce y men¬tolado cuando posó la boca sobre sus labios. Al sentir que ella se estremecía de dolor, se retiró de inmediato. Frunciendo el ceño, le tocó el borde de la boca.
-Olvídalo -le dijo ella, aferrando sus hombros.
Por supuesto que no lo olvidaría. Que Dios ayudara a aquel humano que la había herido. Wrath iba a arrancarle cada uno de sus miembros y lo dejaría en la calle desangrándose.
Besó suavemente la magulladura en proceso de curación, y luego descendió con la lengua hasta el cuello. Esta vez, cuando ella empujó los senos hacia arriba, él deslizó una mano bajo la fina camiseta y recorrió la suave y cálida piel. Su vientre era plano, y deslizó sobre él la palma de la mano, sintiendo el espacio entre los huesos de las caderas.
Ansioso por conocer el resto, le quitó la prenda y la arrojó a un lado. Su sujetador era de color claro, y él recorrió los bordes con la punta de los dedos antes de acariciar con las palmas sus pechos, que cubrió con las manos, sintiendo los duros capullos de sus pezones bajo el suave satén.
Wrath perdió el control.
Dejó los colmillos al descubierto, emitió un siseo y mordió el cierre frontal del sujetador. El mecanismo se abrió de golpe. Be¬só uno de sus pezones, introduciéndoselo en la boca. Mientras succionaba, desplazó el cuerpo y lo extendió sobre ella, cayendo entre sus piernas. Ella acogió su peso con un suspiro gutural. Las manos de Beth se interpusieron entre ambos cuando ella quiso desabrocharle la camisa, pero él no tuvo paciencia su¬ficiente para que le desnudara. Se irguió ti- rompió la ropa para quitársela, haciendo saltar los botones y enviándolos por los ai-res. Cuando se inclinó de nuevo, sus senos rozaron el pecho de roca y su cuerpo se estremeció bajo él.
Quería besarla otra vez en la boca, pero va estaba más allá de la delicadeza y la sutileza, así que rindió culto a los senos con la lengua y luego se trasladó a su vientre. Cuando llegó a los pantalones cortos de la chica, los deslizó por las largas y suaves piernas.
Wrath sintió que algo le explotaba en la cabeza cuando su aroma le llegó en una fresca oleada. Ya se encontraba peligrosa¬mente cerca del orgasmo, con su miembro preparado para explotar y el cuerpo temblando por la urgencia de poseerla. Llevó la mano a sus muslos. Estaba tan húmeda que rugió.
Aunque estuviera tremendamente ansioso, tenía que sa¬borearla antes de penetrarla.
Se quitó las gafas y las puso junto al cigarrillo antes de inun¬dar de besos sus caderas y muslos. Beth le acarició el cabello con las manos mientras lo apremiaba para que llegara a su destino.
Le besó la piel más delicada, atrayendo el clítoris hacia su boca, y ella alcanzó el éxtasis una y otra vez hasta que Wrath va no pudo contener sus propias necesidades. Retrocedió, se apresuró a quitarse los pantalones y a cubrirla con su cuerpo una vez más.
Ella colocó las piernas alrededor de sus caderas, y él si¬seó cuando sintió corno su calor le quemaba el miembro. Utilizó las pocas fuerzas que le quedaban para detenerse y mirarla a la cara.
-No pares -susurró ella-. Quiero sentirte dentro de mí. Wrath dejó caer la cabeza dentro de la depre¬sión de su cuello. Lentamente, echó hacia atrás la cadera. La pun¬ta de su pene se deslizó hasta la posición correcta ajustándose a ella a la perfección, penetrándola con una poderosa arremetida. Soltó un bramido de éxtasis.
El paraíso. Ahora sabía cómo era el paraíso.

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